Luis Ponce Sevilla
— ¿Alguien vio mi
calcetín rojo? —
Saltaba
desesperado por la habitación, a medio vestir. Llevaba puesto pantalón negro y
camisa blanca, un calcetín rojo en el pie derecho, y el izquierdo desnudo, daba
la impresión de ser un niño grande jugando a la rayuela. Hablaba por el móvil
mientras trataba de terminar de vestirse.
— ¿Carajo,
alguien vio mi calcetín?—
El dormitorio de
la casa presidencial no era un lugar íntimo o privado, por ahí pasaban
ministros, secretarios, partidarios, asambleístas, opositores. Siempre había
gente presente, era casi una evocación del dormitorio de Luis XIV en Versalles,
incluso cuando el Presidente se vestía, por eso la pregunta lanzada al viento
debía tener contestación.
Pero debía ser
Presidente de un país de mudos, porque nadie contestaba.
Mientras se
equilibraba con un pie en el aire, y el móvil en el oído, el Presidente pensaba
lo importante que había sido ese calcetín durante su vida política. Se lo había
regalado en un cumpleaños su mentor, la persona que le había formado
políticamente y abierto los ojos al socialismo.
Le había dicho: —“Que
estos calcetines que tienen el color de la bandera soviética, sean el símbolo de
la doctrina comunista que primará en tu gestión cuando llegues al poder. Que sean
tu talismán, la brújula que te señale el camino hacia el bien común, el clarín
que te recuerde que tu lucha es por el pueblo y para el pueblo y que tu
sacrificio es exclusivamente por el bien de los más necesitados”—.
A primera vista
le había parecido un regalo ridículo, él esperaba un gran libro, o una copia
autografiada de la recopilación de discursos del líder máximo, pero, ¿Un par de
calcetines? ¿Y rojos?. Esto era una rareza.
Nunca en su vida se había puesto unos calcetines rojos y no iba a empezar ahora
que estaba ya en el camino del éxito.
Y nunca se los
hubiera puesto. Si no se le ocurría a su secretario particular guardarlos en su
maleta un día que viajaban al sur. En el apuro de esa noche por llegar a tiempo
al mitin, no reparó en el color de los calcetines que se ponía y salió
apresurado hacia la reunión. Esa fue la manifestación más numerosa de su vida,
el primer peldaño de su carrera política. Cuando llegó al hotel, exhausto pero satisfecho, se dio cuenta de que usaba
los calcetines del destino político.
Y nunca más se
separó de ellos.
Durante toda su
campaña por la presidencia, fueron sus fieles compañeros, no se los sacaba sino
para que su secretario particular los lavase meticulosamente en los lavabos de
los hoteles en que se hospedaban. Era más fácil que olvidase a su esposa que a sus
calcetines.
— ¡Busquen mi
calcetín! — seguía gritando.
Nunca los había
perdido, jamás se extraviaron. Solamente los había dejado descansar cuando se fue
al exterior un par de veces. Y en esas ocasiones los había dejado en manos de
su madre para que los cuidase como a las niñas de sus ojos. Ella que conocía
muy bien a su hijo, los lavaba delicadamente con su jabón personal, los
perfumaba, los dejaba secar sobre una mullida toalla y luego los guardaba entre
algodones en una antigua caja de perfume, lo que les daba un aroma especial que
contribuía a formar esa aureola de importancia que habían ido adquiriendo.
Sus más allegados
colaboradores se acostumbraron a respetar su presencia y nadie, nadie, osó
criticar el hecho de que muchas veces no combinaban con su vestimenta. Como
sabían que eran parte del triunfo obtenido, igual los veneraban como al jefe,
porque estaban agradecidos de que fueran una de las razones por las que cada
uno de ellos tenía ahora lo que cada uno sabía que tenía.
— ¿Es que nadie
va a buscar mi calcetín? —
— Señor President……
— quiso opinar la mucama que trataba de arreglar la cama.
El sonido de un
teléfono cortó la voz de la mucama.
— Su vehículo ya
lo está esperando señor Presidente — le comunicó su secretario particular.
—Pues, no me
moveré de aquí hasta que aparezca el maldito calcetín—
Siempre habían
estado en pareja, los dos calcetines rojos eran el matrimonio perfecto, siempre
juntos, al lavarse, al secarse, al soportar las fatigosas manifestaciones
políticas, al enterarse bajo la mesa de los secretos mejor guardados, al
disfrutar de la satisfacción de la victoria.
—Señor
Presidente— insistía el secretario particular.
— Señor
President…. quería decir la mucama.
“En fin”, pensaba
el Presidente, “Si este tiene que ser el fin de la relación con los calcetines
rojos, así será”. Tanto tiempo juntos, tantas frustraciones, tantas
satisfacciones. Cierto es que su ideología podía haber variado un poquito en el
transcurso de estos años. También es verdad que su mentor político se había
alejado de su entorno. Los medios a los que odiaba y que antes le habían
calificado como “peligro comunista” le criticaban ahora su inclinación a la
derecha. En fin, así es la política, pero él se había mantenido en lo que
consideraba sus convicciones de izquierda. Pero nada es eterno, ni los
calcetines.
Se aprestaba a
sacarse el único calcetín que tenía puesto, cuando insistió la mucama:
—Señor
Presidente—, se cortó, pero esta vez la dejó terminar, —Tiene los dos en la
derecha—.
Los analistas
políticos tenían la razón. No se habían equivocado.
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