Luis Ponce Sevilla

Hoy, en esta
isla, ha ocurrido un milagro, buscando entre los restos del Naufragio de un
barco japonés me he encontrado con un ejemplar de “La Invención de Morel” de
Adolfo Bioy Casares.
Hace tres semanas
que vivo solo entre los restos de una construcción abandonada.
Pensaba, porque
el tiempo me sobraba, que la isla, era probablemente la Villings del archipiélago de las Ellice, y que por coincidencia era la misma en que fue a parar el
Morel de Bioy Casares al norte de Nueva Zelanda. O podría ser si nos ponemos
más fantasiosos la “Isla de Hélice” de
Julio Verne. Eso era más difícil porque yo ya había buceado lo suficiente para
buscar los motores subacuáticos y no los había encontrado. Además por las
noches me pasaba muy atento esperando captar los sonidos mecánicos del sistema
de transportación y tampoco había podido escuchar nada parecido.
Así que opté por
aceptar la primera opción: estaba en una isla abandonada del Pacífico Sur cerca
de Australia y Nueva Zelanda.
De no ser por mi
profunda inclinación a la política no estaría aquí en este momento. Un revés
electoral en mi país me obligó a salir precipitadamente y no fue sino hasta dos
días después que me di cuenta de que mi viaje nocturno a Panamá, y el
embarcarme en el primer navío carguero que partía esa madrugada del puerto de Balboa,
iban a traerme a las antípodas.
Solo cuando
recuperé la cordura perdida por el ajetreo de los dos últimos días, pude darme
cuenta de que nada de lo que tenía planeado para mi salida se había cumplido.
Ni el beneplácito de los gobiernos amigos para recibirme, ni la ayuda ofrecida
por mis ex colaboradores de gobierno. Y tuve que optar por una opción ofrecida
por mi dentista para tomar un pequeño avión privado que usaba para fumigación
en su hacienda.
En mi
apresuramiento, que ahora en frío sospecho que fue tramado por el grupo que me
rodeaba, no tuve acceso sino a un poco de dinero en efectivo que tenía en mi
caja fuerte. Las tarjetas de mis cuentas en Suiza y documentos comprometedores
que tenía guardados, los puse en un maletín de mano, tomé una valija de ropa
que mi edecán me había preparado y salí disparado al aeropuerto en un vehículo
militar.
Fue un viaje
tormentoso, pero al cabo de dos horas y media llegamos al aeropuerto de
Tocumen, donde me esperaba un primo mío que era embajador en ese país. Temiendo
que la reacción internacional pudiera afectar mi seguridad, ya tenía previsto
el traslado hasta Balboa y posterior embarque en un buque de carga holandés con
rumbo a Sídney, hasta que los ánimos se tranquilicen.
Mi anonimato me
mantuvo seguro los primeros ocho días, protegido por el capitán, un marino holandés experimentado
quien estaba convencido de que yo era un biólogo investigador que viajaba a
Australia a dictar unas conferencias. Alguna actitud prepotente incontrolada
hizo que uno de los tripulantes pusiera atención en mi persona y lanzara la
duda de mi identidad entre los marineros.
Bueno, así
terminé en esta isla a la que llegué en un bote inflable, solamente con lo que
llevaba puesto. Una caja de enlatados y dos bidones agua dulce que habían
dejado los marineros en la embarcación que me trajo a tierra (a cambio
lógicamente de mi maletín de mano con todo su contenido), sirvieron para
mantenerme con vida los primeros días y luego ya fui encontrando soluciones
conforme asomaban los problemas.
Así han pasado
tres semanas las que he dedicado a recorrer la isla, encontré los restos de
esta construcción abandonada, un museo, una capilla y lo que fue una pileta de
natación.
Hasta aquí no habría
nada extraordinario, sino hubiera hallado el ejemplar de” La invención de
Morel”. Solamente un milagro pudo causar semejante coincidencia. Nunca había
leído a Bioy Casares. Es más, no sabía quién era. Para llegar a presidente
tienes que saber leer las encuestas no lo que escribe cualquiera.
Como me aburría
enormemente tuve que empezar a leerlo.
Poco a poco me he
entusiasmado con la invención de Morel y
estoy convencido de que el destino me trajo para eso. Si antes no pierdo la
cabeza, creo que estaré ocupado los próximos meses:
Por lo pronto me dan vuelta en la cabeza sus palabras: “La hipótesis
de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina
sobre las personas, los animales y los vegetales emisores.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario