Luis Ponce Sevilla
El desayuno había sido opíparo. Bueno, si así puede llamarse
a un puñado de alpiste y un tazón de agua.
Como todos los domingos me había despertado tarde, no
solamente por ser un día feriado sino por el silencio que reinaba en la casa.
Entre semana el ruido de los muchachos preparándose para ir a la escuela me
cortaba el sueño a hora temprana y de ahí venía toda la actividad diurna que me
convertía en un guiñapo a primera hora de la noche.
La noche anterior “habíamos” disfrutado de la cena de
Navidad y luego de la apertura de regalos bajo el árbol todos especialmente los
muchachos terminaron muy cansados, y a duras penas se despidieron con un gesto
desganado desde la escalera.
Yo dormía en la planta baja. No me disgustaba, pues era más fresco,
y evitaba que me despierte a la madrugada con los ronquidos de Eulalia. Era la
chiquilla de la casa con sus gordos ocho años. Siempre comía mucho en la noche y
parece que eso ocasionaba los sonidos guturales durante el sueño.
Los demás no se quejaban, pero yo, que era el que mejor oído
tenía, era el que sufría con el ruido. Mi fama de cantor, reconocida por toda
la familia, no era suficiente para que pensaran en proteger mis oídos de esos
ruidos.
Cuando me desperté, Ana ya me había servido el desayuno y
como siempre tuvo palabras cariñosas para conmigo. Nos conocíamos de tanto
tiempo que nuestra relación era franca y cordial. Muchas veces entre semana cuando
los niños se habían ido a la escuela y Fernando al trabajo, conversaba de sus
problemas y sus planes, de lo que esperaba de los chicos y de sus aspiraciones
personales frustradas por dedicarse por entero a su familia. Yo era su confidente
y ella sabía que guardaría sus cuitas, pues jamás diría un pio que perjudicara
su felicidad.
Pero los domingos era diferente. Todos se movían a otro
ritmo, el clima era distinto e incluso el tono de las voces era más reposado y
cadencioso. No había la prisa rutinaria y parecía que las horas iban a
transcurrir más lentamente.
Este domingo 25 todavía olía a pavo y villancico, a ponche y
campanas, a generosidad y agradecimiento. Los niños tenían aún las sonrisas de
satisfacción grabadas indelebles en sus caritas. Aún no habían despertado del
estado de dicha que las fiestas
navideñas traen al espíritu infantil. Julio el más pequeño se pegaba retozón a
las piernas de su madre mientras ella agenciosa preparaba el desayuno. Esteban el mayor conversaba con su padre sobre
los pronósticos del fútbol del fin de semana.
En eso sonó el
teléfono, no había sonido más molesto para mí; bueno después de los ronquidos
de Eulalia.
-Papá, es para ti - dijo con voz despreocupada Esteban.
Fernando creo que se acercó al teléfono; lo cierto es que no
lo vi porque estaba más preocupado por mirar como Eulalia se probaba un
sombrero de paja que le había regalado su abuelita por navidad y que ella
quería lucir ese domingo en el parque. Me sacó de mi ensimismamiento la voz de
Fernando que comentaba con los demás:
-¡Ya! Está lista -
Todos se pusieron nerviosos; Fernando y Esteban salieron apresurados
en la camioneta, mientras Ana y Eulalia comentaban algo en voz baja para que no
les oiga nadie. ¿Quién las iba a oír si el único que estaba ahí era yo? ¿Por
qué esta vez no me tomaban en cuenta, si siempre lo habían hecho? Desde la
noche anterior, yo sentía que se había creado un puente de insatisfacciones
entre ellos y yo. Mi conciencia no me reclamaba nada, no sé qué había en las de
ellas.
Las dos me miraron de reojo, como queriendo mandarme a
volar.
Algo trataban de ocultar, pero yo terminaría enterándome
como siempre, por boca de una o de otra.
Para restarle importancia al asunto, preferí dedicarme a mi
aseo personal y me puse a cantar mientras me limpiaba meticulosamente.
No fue sino cuando llegaron los varones, y las mujeres se
dirigieron a mí como para festejarme; que comprendí lo que habían estado
ocultándome: algo que había pasado por mi cabeza la noche anterior mientras
veía como todos se repartían sus paquetes:
Esteban y su padre traían mi regalo de navidad:
¡Una jaula nueva, mi
jaula nueva!
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