PARECE QUE VA A LLOVER
Ya son treinta años.
La temperatura había subido esa tarde, un calor húmedo se colgaba de los
balcones poblados de macetas con geranios.
La estrecha callejuela que daba a la playa, se abría paso entre muros
blancos tapizados de nubes y desembocaba en el seno alborotado del mar azul
grisáceo. Era la vía principal de aquel poblado marino a orillas del Pacífico.
Sentado en un cafecito abierto a la vereda, resumía lo que habían sido
estos últimos días para mí: buscando inspiración había abandonado mi taller de
pintura en la ciudad, para enfrentarme al mar y a la brisa.
Siempre que venía encontraba algo nuevo: a veces era el clima, otras la
comida, aún la bebida, si encontraba con quien compartirla. Esta vez me
encontré con ella.
No abundaban aquí las mujeres cultas, y las que venían en plan de
descanso o diversión, dejaban archivado su cerebro en casa. Bueno, igual los
hombres.
Cuando la conocí, estaba sentada en esta mesa, y atrajo mi atención su
aspecto delicado de figura de porcelana. Llevaba un vestido fresco para la
hora, pero los colores y texturas hablaban del detalle al escogerlos. Un
sombrero de paja de ala ancha. Y por la brillantez de los rayos del crepúsculo
cubría sus ojos con obscuras gafas que solamente dejaban entrever la sombra de
unas largas pestañas.
Jorge, el dueño del café y viejo amigo, me la presentó. El tono de su
voz me subyugó y lo apropiado de sus comentarios me dio a entender que la
pintura era una parte importante de su vida. No es fácil encontrarse con alguien
que hable con tanta propiedad de Pizarro, Manet o Tápies, incluso me intrigó la
opinión que tenía de la obra de Guayasamín.
En el fondo se escuchaba “Mama Inés” en versión de Frank Pourcel .
Entre sorbo y sorbo de su MaiTai y mi Cuba Libre, cayeron los muros de
las apariencias, y con la complicidad siempre solícita de Jorge, y envueltos en
la buena música, firmamos el acta de habernos conocido.
Me sentí tan relajado que mi cerebro voló a instantes lejanos de la
juventud, cuando era una esponja que todo lo absorbía, no había barreras que no
pudiera derribar ni prejuicio que irrespetar.
-“Parece que va a llover, lo siento en el aire”-, dijo estirando su
brazo izquierdo; solamente en ese momento relacioné sus gafas obscuras con el
bastón; mientras Jorge tomaba su mano para ayudarla a levantarse.
-“No soy ciega”- me comentó al despedirse, -“Sólo me falta la vista”-
-“Espero que nos volvamos a ver”-
-“Bueno, es un decir”-
Todavía no he salido de mi estupor, pero cada vez que tomo su mano,
ahora a la vejez, resuena en mi mente: -“Parece que va a llover”-
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