Cuando Hernán Cevallos llegó a su oficina, todo el mundo estaba
alborozado.
Habían trabajado infructuosamente durante todo el fin semana,
estaban dispuestos a darse por vencidos y a aceptar que en verdad eran unos
incompetentes.
Pero cuando se aprestaban a abrir las puertas de la
institución para atender al público, de pronto todo volvió a la normalidad, el
sistema empezó a funcionar como de costumbre y cada apellido de la gente del
pueblo tomó su lugar.
Esto produjo una satisfacción tan grande entre los
empleados, que no tuvieron fuerzas para abrir la oficina y se desmadejaron en
sus escritorios, como si un síndrome post stress se les hubiera apoderado.
De a poco fueron recuperándose, alguien se puso a hacer
café, otros llamaron a sus casas para avisar de la buena nueva y el que más,
tenía una sonrisa de satisfacción en su rostro.
Habían salvado a muchas familias: a aquellas que habían
cuidado sus apellidos por generaciones para que no sean ni siquiera manchados,
peor perdidos. A aquellas que les había costado una larga demanda contra el
patrón que se aprovechó de la abuelita cuando era joven y que obtuvieron su
apellido vía judicial. A los inmigrantes extranjeros que habían castellanizado
su apellido judío para huir del nazismo en la segunda guerra mundial. Inclusive
a aquellos que tenían sólo el apellido de la madre pues el padre había cometido
con ella algo que no tenía nombre y según él tampoco apellido.
Hernán tenía una cara de triunfador cuando llegó a la
oficina:
—Señorita Larrea, pida a Relaciones Públicas que organice
una rueda de prensa para las doce del día. Quiero una reunión inmediata de los
jefes de departamento y llame a Mantilla para una sesión fotográfica a las once
en punto.
Ésta era la oportunidad que había estado esperando. El
momento preciso, el disparador perfecto para su campaña política, no podía
desaprovecharla.
Marcó un número telefónico:
—Gutiérrez, acepto su propuesta. Seré su candidato a
Alcalde, si quiere podemos reunirnos esta noche en mi casa, para concretar la
propuesta… ¿Qué usted no acostumbra a reunirse en casa de sus candidatos?
Bueno, puede ser en la suya… ¡Ah, ¿Qué esta semana no tiene tiempo?! Pues,
usted me avisará. Bueno…espero su llamada.
Ese diálogo telefónico lo desinfló. Gutiérrez le había
propuesto la candidatura, inclusive había comentado con su familia sobre la
posibilidad, aunque no habían tomado una decisión. Pero Teresa se acordaría de
que le comentó la otra noche.
”¡Maldito Gutiérrez ¡” pensó.
—Los jefes de departamento están ya en la sala de reuniones.
Avisó la señorita Larrea.
—Voy.
—Buenos días señores, primero permítanme felicitarles por el
trabajo realizado el fin semana, hemos superado un serio problema, que como
ustedes comprenderán hubiera puesto en entredicho la capacidad de quienes
laboramos en la Institución, por lo que personalmente he querido ofrecer mi
reconocimiento a su esfuerzo y dedicación.
(Estaba afiladísimo, debería aprovechar estas oportunidades
para ir soltando su capacidad de convencimiento si quería dedicarse a la política).
—Pues bien, ustedes se preguntarán ¿cómo fue que después de
trabajar tres días seguidos con sus noches sin conseguir resultados, el lunes a
la mañana todo se solucionó? Muchos se habrán extrañado de mi ausencia durante
el fin semana. Pues, para su conocimiento, el esfuerzo desplegado por vuestro
superior en unión de ciertos asesores internacionales permitió superar el
extraño caso de los apellidos desaparecidos. Mi modestia impide llevarme el
elogio por el éxito de la misión, por lo que me permito comunicar que el informe
que voy a presentar en el ministerio, adjudica a todos ustedes sin distingos
ese encomiable agradecimiento.
La reacción fue la esperada, sonrisas de júbilo desfilaron
por los rostros de los directivos y una interminable lluvia de agradecimientos
estremeció los emocionados oídos de Hernán Cevallos, como un presagio de
futuros éxitos políticos. Había sembrado en suelo fértil la semilla indicada,
para cosechar más tarde —durante la rueda de prensa— el fruto del
agradecimiento incondicional.
—Están invitados a una rueda de prensa que comenzará a las
doce del día en el auditorio y a la recepción que a continuación brindaremos a
los medios de comunicación.
Este último detalle produjo una notoria molestia en la
señorita Leal, pues, ella que sería la encargada de conseguir, cotizar,
contratar, organizar, cancelar y luego justificar la comilona, era la última en
enterarse. Con una mueca de disgusto abandonó el salón haciendo resonar las
agujas de sus tacones, con lo que la atención de todos los presentes abandonó a
Cevallos, para irse a lomo de Larrea.
La última palmada en la espalda, aún no había desaparecido
de su espalda, cuando Hernán llegó a su oficina para encontrarse con la carota
de Maritza Larrea.
—Me imagino que usted va a organizar la recepción, porque la
rueda de prensa que me pidió ya está lista para las doce y el fotógrafo vendrá
a las once; pero solo a usted se le ocurre hacer un brindis después, como si
eso fuera como soplar y hacer botellas. ¡Ni crea que a esta hora voy a ponerme
a buscar quien le solucione sus problemas!
Hernán pasó a su oficina sin chistar, en puntas de pie y
cabizbajo. Ya la conocía y sabía que con un mimo, el problema estaba resuelto.
Además su mente estaba más allá de la rueda de prensa, más allá del brindis,
estaba en el futuro que la política le podía deparar. Y para eso tenía madera.
—Señorita Larrea, a mi oficina por favor.
La voz en el intercomunicador tenía un resbaloso aire de
coquetería mal disimulada. Eso a Maritza le arrancó una pícara sonrisa que no
pudo disimular.
Ingresó a la oficina de Hernán Cevallos abriendo la puerta
con la cadera, como para demostrar que sus armas estaban intactas y que podía
usarlas cuando ella lo decida. Una gota de saliva estuvo por abandonar la
comisura de los labios de Hernán, pero recompuso la figura justo al tiempo que
sus miradas se cruzaron encontrando en el fondo de los ojos de Maritza el calor
de una pasión que pugnaba por salir.
—No me diga que está molesta porque me olvidé de comentarle
lo de la recepción posterior a la rueda de prensa. Pero usted ya sabe cuáles
han sido nuestras costumbres y no es la primera vez que vamos a hacer algo así.
—No, no estoy molesta. Su tono cortante se contradecía con
lo furtiva de su mirada.
—Pues me alegro por usted, porque en cuanto termine la
recepción usted y yo tenemos que hablar de nuestro futuro.
Tres parpadeos consecutivos convencieron a Hernán de no
haber pinchado en hueso y aclaró su panorama por lo menos para esa mañana.
—Bien, seremos más o menos treinta personas. No quiero nada
extraordinario, nada fuera de lo común. Unos platillos muy livianos, buen vino
y el whisky que tenemos para las ocasiones especiales.
—De acuerdo—, contestó levantándose para salir.
—¡Ah, y algo más! Recupere esa carita de gatita en calor que
tiene en sus mejores días, que luego yo personalmente le agradeceré.
Por poco se le caen las medias; pero le respondió en
silencio con un dúo de cintura y cadera que arrancó dos exabruptos cardíacos al
jefe.
…
—¿Paco, qué haces? ¿Podría pedirte un favor? ¿Te gustaría
venir a almorzar en mi oficina como a las doce? Si, con corbata como
oficinista, pero sin llamar la atención, tráete a Julio y al turco. Solo un
dato: antes del almuerzo habrá una rueda de prensa y…
—Ha llegado el fotógrafo.
—Hágalo pasar.