martes, 1 de diciembre de 2015

TOCATA Y FUGA 3



El lunes en la mañana, Wilson saludó al maestro Constante  al ingresar al aula del segundo grado de la Escuela Juan Montalvo.

(¡Rayos!  parece que el problema de los apellidos se solucionó).

El fin de semana había sido inusual. Las preocupaciones de los mayores pueden dañar el tiempo de descanso de los niños. Eso no le parecía justo, pues la niñez según su padre, pasa volando.

Ahora volvían a la escuela y todos los problemas quedaban atrás. Además era un niño, y los niños no tienen preocupaciones.

A su lado se sentaba Santiago Garcés el hijo de Susana, la amiga de su madre. Eran vecinos de domicilio y compañeros de escuela.

—Niños, saquen una hoja de papel y un lápiz; van a escribir una carta contándome cómo les fue el fin de semana. Traten de hacerlo con buena letra y cuidando la ortografía. Tienen toda la hora para terminarlo.

Les gustaba escribir y era una buena oportunidad para demostrar lo que habían aprendido. 

Los veintidós chiquillos entre murmullos sacaron lo necesario y se concentraron como si estuvieran haciendo un examen de grado universitario.

Wilson, pensativo, trató de fruncir el ceño que no tenía y mordió un extremo del lápiz, costumbre que había adquirido para reemplazar el chupón que usaba en casa antes de venir a la escuela. Al hacerlo sintió un sabor desconocido en la boca, algo parecido a mermelada de naranja. Lo extrajo de su boca y captó que ese no era su lápiz amarillo de todos los días. Posiblemente su mamá lo había puesto en la mochila y olvidó decírselo.

—¿Lápiz nuevo? — preguntó Santiago—. Lindo color.

Recién ahí se percató de que tenía un lápiz diferente a los de todos sus compañeros y se sintió orgulloso de la exclusividad. Era un lápiz tornasolado que cambiaba de color conforme lo movía. Sonrió para sus adentros, pues su madre le había dado el motivo para ser el centro de atención de la clase, por lo menos en esa mañana.

Aún con la sonrisa en sus labios, algo que extrañó a su maestro, Wilson empezó a escribir:

Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada, una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni diálogos, “¿y de qué sirve un libro —pensó Alicia— si no tiene ilustraciones ni diálogos?”…

Se detuvo de improviso porque eso no era lo que iba a escribir. Además la letra en el papel no era la suya, era una hermosa letra parecida a la de su madre, con una caligrafía admirable. Aquella letra que según su mamá solamente se conseguía con los ejercicios que le obligaba a hacer los fines de semana. “Con esa práctica, algún día tendría una letra tan bonita como la mía”, decía.

Temeroso, volvió a asentar el lápiz sobre la hoja de papel, y al momento fluían las palabras:

Así que estaba considerando (como mejor podía, pues el intenso calor la hacía sentirse muy torpe y adormilada) si la delicia de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría de la molestia de incorporarse y recoger las flores,…”

…no lo podía creer, sólo con tocar el papel con su nuevo lápiz, surgían las palabras.

Su mamá le había conseguido el mejor lápiz del mundo, inclusive con su propia letra. Sonrió para sus adentros, feliz de tener una mamá que le sorprendía hasta en el mínimo detalle. Esa era la mejor demostración de cuánto lo quería. Pero él la quería más, porque además era la única mamá que tenía. Tenía muchos tíos y muchos primos, pero una sola mamá. La mejor.

Su dubitación atrajo la atención de Santiago, quien enarcando las cejas y abriendo exageradamente sus ojos, inquirió sobre la preocupación del compañero.

Sin cruzar palabra, con un gesto captó toda la atención del vecino sobre su lápiz, al tiempo que lo ponía en contacto con el papel y el instrumento empezó a desgranar letras sobre la blanca superficie:

…”cuando de pronto un Conejo Blanco de ojos rosados pasó velozmente a su lado. Nada extraordinario"...

Santiago desorbitó sus ojos, echando su cuerpo hacia atrás en gesto de sorpresa. 

Seguidamente llevó su mano a la boca para evitar pronunciar una sola palabra.

Y luego extendió a su amigo un segundo lápiz amarillo que llevaba de repuesto en la mochila, al tiempo que con su índice sobre los labios, compartía el secreto de su compañero.

Con la mirada brillante, Wilson empezó a escribir: 

"Mi fin de semana fue muy aburrido"…


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