El lunes en la mañana, Wilson saludó
al maestro Constante al ingresar al aula
del segundo grado de la Escuela Juan Montalvo.
(¡Rayos! parece que el problema de los apellidos se
solucionó).
El fin de semana había sido inusual.
Las preocupaciones de los mayores pueden dañar el tiempo de descanso de los
niños. Eso no le parecía justo, pues la niñez según su padre, pasa volando.
Ahora volvían a la escuela y todos
los problemas quedaban atrás. Además era un niño, y los niños no tienen
preocupaciones.
A su lado se sentaba Santiago Garcés
el hijo de Susana, la amiga de su madre. Eran vecinos de domicilio y compañeros
de escuela.
—Niños, saquen una hoja de papel y
un lápiz; van a escribir una carta contándome cómo les fue el fin de semana.
Traten de hacerlo con buena letra y cuidando la ortografía. Tienen toda la hora
para terminarlo.
Les gustaba escribir y era una buena
oportunidad para demostrar lo que habían aprendido.
Los veintidós chiquillos
entre murmullos sacaron lo necesario y se concentraron como si estuvieran
haciendo un examen de grado universitario.
Wilson, pensativo, trató de fruncir
el ceño que no tenía y mordió un extremo del lápiz, costumbre que había
adquirido para reemplazar el chupón que usaba en casa antes de venir a la
escuela. Al hacerlo sintió un sabor desconocido en la boca, algo parecido a
mermelada de naranja. Lo extrajo de su boca y captó que ese no era su lápiz
amarillo de todos los días. Posiblemente su mamá lo había puesto en la mochila
y olvidó decírselo.
—¿Lápiz nuevo? — preguntó Santiago—.
Lindo color.
Recién ahí se percató de que tenía
un lápiz diferente a los de todos sus compañeros y se sintió orgulloso de la
exclusividad. Era un lápiz tornasolado que cambiaba de color conforme lo movía.
Sonrió para sus adentros, pues su madre le había dado el motivo para ser el
centro de atención de la clase, por lo menos en esa mañana.
Aún con la sonrisa en sus labios,
algo que extrañó a su maestro, Wilson empezó a escribir:
Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada
en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada, una o dos veces se había
asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni
diálogos, “¿y de qué sirve un libro —pensó Alicia— si no tiene ilustraciones ni
diálogos?”…
Se detuvo de improviso porque eso no
era lo que iba a escribir. Además la letra en el papel no era la suya, era una
hermosa letra parecida a la de su madre, con una caligrafía admirable. Aquella
letra que según su mamá solamente se conseguía con los ejercicios que le
obligaba a hacer los fines de semana. “Con esa práctica, algún día tendría una letra
tan bonita como la mía”, decía.
Temeroso, volvió a asentar el lápiz
sobre la hoja de papel, y al momento fluían las palabras:
“Así que estaba considerando
(como mejor podía, pues el intenso calor la hacía sentirse muy torpe y
adormilada) si la delicia de tejer una guirnalda de margaritas la compensaría de
la molestia de incorporarse y recoger las flores,…”
…no lo podía creer, sólo con tocar el papel con su
nuevo lápiz, surgían las palabras.
Su mamá le había conseguido el mejor lápiz del mundo,
inclusive con su propia letra. Sonrió para sus adentros, feliz de tener una
mamá que le sorprendía hasta en el mínimo detalle. Esa era la mejor
demostración de cuánto lo quería. Pero él la quería más, porque además era la
única mamá que tenía. Tenía muchos tíos y muchos primos, pero una sola mamá. La
mejor.
Su dubitación atrajo la atención de Santiago, quien
enarcando las cejas y abriendo exageradamente sus ojos, inquirió sobre la
preocupación del compañero.
Sin cruzar palabra, con un gesto captó toda la
atención del vecino sobre su lápiz, al tiempo que lo ponía en contacto con el
papel y el instrumento empezó a desgranar letras sobre la blanca superficie:
…”cuando de pronto un Conejo Blanco de ojos rosados pasó
velozmente a su lado. Nada extraordinario"...
Santiago desorbitó sus ojos, echando su cuerpo hacia
atrás en gesto de sorpresa.
Seguidamente llevó su mano a la boca para evitar
pronunciar una sola palabra.
Y luego extendió a su amigo un segundo lápiz amarillo que
llevaba de repuesto en la mochila, al tiempo que con su índice sobre los
labios, compartía el secreto de su compañero.
Con la mirada brillante, Wilson empezó a escribir:
"Mi
fin de semana fue muy aburrido"…
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