martes, 3 de noviembre de 2015

lunes, 2 de noviembre de 2015

GERTRUDIS


Siempre había sido aficionada a la moda. 

Desde niña su madre la había convertido en una muñeca que era ejemplo de pulcritud y belleza. 

Cuando terminó sus estudios secundarios viajó a París y luego de tres años en la Ecole de Chambre Syndicale de la Coiture Parisienne,  montó su taller en los Campos Elíseos. 

Su trabajo se distinguía por el uso de las más finas pieles.

Ella misma era un dechado de elegancia en todos los acontecimientos sociales. 

Una noche mientras subía las escalinatas del Palacio de Versalles sus piernas se enredaron de alguna manera en su abrigo de marta cibelina.

El golpe al caerse le costó la vida.

No bien la enterraron, su  esqueleto empezó a cambiar de piel.

BLOODBORNE


— ¿Esteban, podrías ayudarnos?
—Ahora no mamá, estoy en Bloodborne.
— ¡Esteban, te estoy hablando!
— ¿Por qué tienes que interrumpirme cuando estoy por completar un duelo?  Siempre escoges el momento más inadecuado para molestarme.

—Después vuelves al juego.  Ahora ayuda a tus dos tíos que no pueden sacar el ataúd de tu padre.

TRAVESURA



La escasa luz que la lámpara emitía sobre la escena, no permitía apreciar detalles de lo que el cotilleo comunal había calificado como execrable crimen.
La noticia había corrido como rio desbocado y los comentarios dejaban en mal predicamento el buen nombre  de la familia Peñafiel, que durante décadas significó la guía moral del vecindario.
Las madres horrorizadas trataban de evitar que sus hijos se enteren, pero el correo infantil era más rápido y astuto como para sobrepasar cualquier impedimento.

Al mediodía, todos los muchachos estaban enterados del suceso, y entre horrorizados  y sorprendidos no dejaban de comentar la osadía de sus amigos: Juan Carlos y Esteban, los hijos de los Peñafiel  habían vestido al gato de la familia con la ropa interior de su madre y después de perfumarlo con la mejor loción del padre, lo habían amarrado a la pantalla del televisor familiar.


¡Una osadía!

DIVINA PISTOLA



Como todas las noches, Alicia, limpiaba con sumo cuidado su Smith & Wesson  .44 Magnum.

Era temprano y el arma todavía estaba caliente. Sentía su peso entre las manos y eso le otorgaba seguridad, acercó el cañón a su nariz y pudo disfrutar aún del comprimido olor a pólvora, que para ella era el mejor perfume.
La había heredado de su padre Vicente, un famoso gánster de Chicago, hijo de Vicente Fretes, socio de Capone en la década del veinte.
Los Fretes, fueron parte de una época famosa en la historia del crimen organizado de los Estados Unidos.
Al morir su padre a principios de los cincuenta, Alicia, su única hija, a la sazón una niña, heredó junto con su madre lo que Vicente había logrado salvar de los intocables.
No pasó mucho tiempo hasta que su madre vencida por la pobreza y la falta de trabajo, muriera en un hospital público cuando la niña apenas tenía doce años.
La Asistencia Social entregó a la pequeña a una organización de mujeres y con ellas ha vivido los últimos veinte años.
Cuidadosa y disciplinada, forjó su personalidad guiada por estas mujeres, y fue perfeccionando habilidades heredadas de sus progenitores. Una de ellas era la meticulosidad, y la aplicaba de la mejor manera cada noche cuando limpiaba la Magnum 44.

Volvió a sopesar el “revólver más potente del mundo” y su peso le trasmitió esa sensación de seguridad que sentía todas las noches, especialmente en el mes de agosto que era el más ventoso del año. Luego de acercarlo a su pecho, como si de un niño se tratara lo depositó junto al vano de la ventana. Su peso impediría que el viento abriese en la noche la pequeña rejilla.

Justo a tiempo, antes de que la madre Consuelo pasara revista de las celdas del convento a las diez de la noche.

CAMINABA COMO DUSTIN HOFFMAN



Salíamos de ver Midnight Cowboy en un cine de barrio, y a Aurelio se le dio por simular la manera de caminar de Dustin Hoffman.

Imitaba tan bien a “Ratso” Rizzo, que la gente que salía del cine se detenía para contemplarlo y aplaudir su capacidad actoral. 
Incluso fingía su tos tuberculosa.

La llovizna que caía sobre la ciudad a la medianoche daba un aire realista a la escena.

Una gran ovación marcó el clímax de la actuación, cuando Aurelio se dejó caer sobre el pavimento húmedo fingiendo un estertor cinematográfico.

Solamente sus amigos, que quedamos cuando el público continuó su camino, pudimos comprobar su deceso, acontecido según sus más íntimos deseos: “morir como un actor de cine”.

TOCATA Y FUGA


CAPITULO 1

Llegando a casa, Wilson corrió a brazos de su mamá, quien, con esa inconfundible sonrisa materna lo giró en el aire como alborozada bandera de instintivo amor.

— ¿Cómo le ha ido a mi estudiante preferido?
—Bien mamita, he aprendido mucho… Mi maestro es muy bueno. ¿Cómo se llama mi maestro?
—Cómo no te vas acordar, si ya tienes dos meses en segundo grado, se llama Juan.
—Sí, yo sé que es el maestro Juan…, pero no me acuerdo el apellido, mamita.
— ¿Juan… qué? También me olvidé, no puede ser. Ayer hablábamos de él con Susanita.
— ¿Cuál Susanita?
—Susanita…, la mamá de Santiago, ¿Qué apellido es? No importa, vaya a lavarse las manos y venga a comer una fruta.

Trataba de disimular la turbación que le causaba el haberse olvidado de los apellidos del profesor y de su amiga.
Mientas preparaba la comida, Teresa hacía notorios esfuerzos para acordarse infructuosamente de aquellos dos apellidos.

A mediodía llegó Hernán, su marido. Era empleado público, lo que le permitía ir a su casa todos los días para almorzar.
Mientras degustaban el saludable refrigerio, Teresa comentó la pérdida de memoria; bueno, su específica pérdida de memoria, porque solamente había olvidado los apellidos de estas dos personas, todo lo demás lo tenía claro.
Sin inmutarse, Hernán, que era director del Registro Civil, ofreció traer en la noche el listado de apelativos del pueblo, para que Teresa pueda recordar los apellidos olvidados.
Durante toda la tarde Teresa esperó ansiosa el listado para salir de un sinsabor que empezaba a atormentarla.

Hernán acostumbraba llegar siempre alrededor de las siete de la noche, pero esta vez, Teresa, impaciente, lo esperaba desde las seis y media.
Cuando llegó, solamente comentó con parsimonia: —Este es el listado completo de los apellidos del pueblo. Mañana puedes repasarlos para refrescar tu memoria. Ahora lo único que quiero es compartir con mi familia una gran noticia: me han propuesto que sea candidato a Alcalde y quiero que me aconsejen para tomar una decisión. Tengo hasta fin de semana para dar una respuesta.

Después de una agotadora noche, en donde la búsqueda de apellidos fue un trabajo inconsciente de su cerebro, Teresa despertó más cansada que nunca y con la idea fija de sentarse a leer la lista de apelativos del pueblo.

En cuanto despachó a Wilson y Hernán a sus respectivas obligaciones, se preparó una aromática taza de café y se apoltronó en la sala. Su esposo había traído un sobre de formato A4 donde Teresa esperaba encontrar la respuesta a su problema. Con una inhalación forzada de aire en los pulmones, procedió a abrir el embalaje, pero se sobresaltó al comprobar que el sobre estaba vacío.

Balbuceando improperios telefoneó a su esposo:
— ¿Te estás burlando de mí? ¿Me trajiste un sobre vacío?
— ¿Cómo te imaginas? Estaban unos veinte folios con todos los apellidos de los habitantes del pueblo. Yo mismo he cerrado el sobre antes de llevártelo.
—Pues, cuando lo he abierto, el sobre estaba vacío.
—Permíteme chequear en la oficina y en el carro, pero estoy seguro de que había puesto la información en el sobre.  No te impacientes, a medio día conversamos.
 Un repentino flash cruzó por la mente de Teresa: “¿Este no será como el problema que tuvimos el año pasado?”

Desconsolada cerró la comunicación y remordió sus dientes mientras pataleaba y fruncía todos los músculos de su rostro.
Volvió a discar.
—Susanita, disculpa que te moleste. ¿Podrías pasar por mi casa lo más pronto posible?
Mientras se vestía para recibir a su amiga que vivía junto a ella, tornó el enojo que tenía con su marido, por pánico: no era la primera vez que algo extraño sucedía en su casa.
Cuando llegó su amiga, le contó su problema. Susana no entendía.
Solamente empezó a comprender cuando Teresa le pidió que le diga su apellido, el de su marido o el de su mamá.
Susana lo intentó infructuosamente.
—Tienes razón, aquí hay algo raro.

Dijeron todos los nombres conocidos, pero no pudieron decir ni un apellido.
Entonces con Susana recordaron el extraño acontecimiento del año pasado: un día desapareció el color azul. Todos los muebles, paredes, mariposas, sabores y elefantes de color azul, cambiaron a un color diferente y durante veinticuatro horas no hubo nada, ni el cielo, que fuera azul en esa casa.

Un ufólogo conocido les explicó que su casa estaba en los límites de dos dimensiones y que en esa frontera pasaban cosas extrañas cada cierto tiempo.
¿Sería coincidencia que el año pasado Hernán trabajara en una fábrica de pinturas y ahora en el Registro Civil?

Su preocupación aumentó al acordarse que su esposo había recibido una propuesta para entrar en la política.
¿Podría ella soportar el evento que la política desencadenaría en la frontera de las dimensiones?

Las dos se estremecieron.
Las conjeturas y las suposiciones iban sumiendo a las dos amigas en un estado de desesperación.
Susana había sido testigo de la pérdida del azul y siempre había culpado  a su memoria de hacerla creer que eso había pasado. Incluso había clasificado el episodio como un lapsus y lo había archivado;  pero ahora  su amiga lo ponía sobre el tapete y todo volvía a su memoria.
Trató de convencer a Teresa, de que lo de ahora era un equívoco, una confusión y que al medio día cuando regrese Hernán todo volvería a la normalidad. Tras dos tazas de café y una hora de charla trivial, terminaron olvidándose del tema.

A las once y veintitrés minutos, sonó el teléfono, era Hernán:
—Teresa, no te alteres, pero ha sucedido algo extraño, los archivos del Registro Civil, todos los archivos, están vacíos. Cuando he ido a sacar una copia para llevártelos a la casa, me he encontrado con que no hay un solo apellido. Hay una colección interminable de nombres, pero ningún apellido. Incluso he reclamado iracundo a mi secretaria la señorita… ¿Qué apellido es mi secretaria?

Susana vio como Teresa palidecía con el auricular en la mano y se desmayaba.


CONTINUARA….