El cansancio, la
emoción y un par de tranquilizantes, habían logrado que los cuatro se fueran a
la cama. A nadie le extraño que Alex y Jennifer compartan la del cuarto de
huéspedes. A la medianoche del 11 de Septiembre, todos dormían y no volaba una
mosca en ese departamento.
A la mañana siguiente,
sin salir aún del estupor a pesar de ocho horas de reparador descanso, ninguno
de los cuatro podía creer nada de lo que había presenciado.
Un ataque en el
corazón del amor propio de los Estados Unidos, una demostración de la
fragilidad de sus sistemas de defensa, una burla oficial sobre la inteligencia
de sus habitantes y una demostración ante el mundo entero que más daño hace un
tonto que un terremoto; aunque este último no genera ganancias económicas.
Mientras preparaban
calmadamente un desayuno, de a poco empezaron a llegar a la memoria de los dos
varones, imágenes que habían quedado guardadas indelebles en sus cerebros, de
esas imágenes que te impresionan y te marcan la vida para siempre.
Ambos coincidieron en
que la caída espectacular de los tres edificios era ideal para una película de
Hollywood. Pero no era lo más impresionante. Para ambos, lo que en realidad los
golpeó, fue la desesperación y la angustia con que la gente corría. Todo
norteamericano de más de tres años de edad está acostumbrado a estas escenas,
porque las ve a diario en el cine y la televisión. Es un lavado cerebral. Necesario
para que la gente sepa cómo actuar en un caso parecido.
No hubiera sido bueno
para la imagen de los Estados Unidos regada por el planeta, ofrecer una imagen
diferente. Imagínense si todo el mundo se hubiera quedado estupefacto, como los
habitantes de Hiroshima y Nagasaki cuando les lanzaron la bomba atómica.
No, lo que vieron
ahora era más parecido a las de los habitantes de Vietnam del Norte
que huían de los bombardeos de fósforo blanco y Napalm. Eran víctimas
diferentes, pero por una extraña razón daba la impresión de que el ejecutante
era el mismo. Se reconocía su estilo.
Lo raro, era que
estábamos en Nueva York, los Estados Unidos.
En esto coincidían los
dos, pero la mentalidad acuciosa de Alex había sido impresionada por un detalle
que para Wilfrido pudo no haber sido tan notorio: los bomberos y sus
comentarios.
Los bomberos
Neoyorkinos, como casi todos los bomberos del mundo tienen fama de arriesgados
y sacrificados, son capaces de cualquier cosa para salvar a un semejante y han
sido protagonistas de actos verdaderamente heroicos.
Eso no era novedad,
los de ahora habían actuado con el temple y la entereza
de siempre, pero el
resultado había sido frustrante.
Sentados en las aceras
de las calles, cerca de los restos humeantes de lo que habían sido los
edificios, el comentario generalizado entre los bomberos eran los estallidos que habían escuchado
al interior de las dos torres. En medio del bullicio causado por los aterrados
fugitivos, era notorio que el sonido inconfundible de explosivos había
retumbado en sus cabezas, como detalle extraño de todo el infierno que les
tocaba vivir.
¿Explosivos? Si, como
lo oyes, eran sonidos repetitivos al interior de las torres. En ambos casos
iguales y más aún en el WTC 7 que había caído a las 5:20 de la tarde, cuando ya
el edificio había sido evacuado, por lo que no hubo muertos.
En las fotos se puede apreciar, la salida violenta de materiales por las ventanas, típico de una explosión.