sábado, 23 de mayo de 2015

LAS TORRES GEMELAS 52





El cansancio, la emoción y un par de tranquilizantes, habían logrado que los cuatro se fueran a la cama. A nadie le extraño que Alex y Jennifer compartan la del cuarto de huéspedes. A la medianoche del 11 de Septiembre, todos dormían y no volaba una mosca en ese departamento.

A la mañana siguiente, sin salir aún del estupor a pesar de ocho horas de reparador descanso, ninguno de los cuatro podía creer nada de lo que había presenciado.

Un ataque en el corazón del amor propio de los Estados Unidos, una demostración de la fragilidad de sus sistemas de defensa, una burla oficial sobre la inteligencia de sus habitantes y una demostración ante el mundo entero que más daño hace un tonto que un terremoto; aunque este último no genera ganancias económicas.

Mientras preparaban calmadamente un desayuno, de a poco empezaron a llegar a la memoria de los dos varones, imágenes que habían quedado guardadas indelebles en sus cerebros, de esas imágenes que te impresionan y te marcan la vida para siempre.

Ambos coincidieron en que la caída espectacular de los tres edificios era ideal para una película de Hollywood. Pero no era lo más impresionante. Para ambos, lo que en realidad los golpeó, fue la desesperación y la angustia con que la gente corría. Todo norteamericano de más de tres años de edad está acostumbrado a estas escenas, porque las ve a diario en el cine y la televisión. Es un lavado cerebral. Necesario para que la gente sepa cómo actuar en un caso parecido.

No hubiera sido bueno para la imagen de los Estados Unidos regada por el planeta, ofrecer una imagen diferente. Imagínense si todo el mundo se hubiera quedado estupefacto, como los habitantes de Hiroshima y Nagasaki cuando les lanzaron la bomba atómica.

No, lo que vieron ahora era más parecido a las de los habitantes de Vietnam del Norte que huían de los bombardeos de fósforo blanco y Napalm. Eran víctimas diferentes, pero por una extraña razón daba la impresión de que el ejecutante era el mismo. Se reconocía su estilo.

Lo raro, era que estábamos en Nueva York, los Estados Unidos.

En esto coincidían los dos, pero la mentalidad acuciosa de Alex había sido impresionada por un detalle que para Wilfrido pudo no haber sido tan notorio: los bomberos y sus comentarios.

Los bomberos Neoyorkinos, como casi todos los bomberos del mundo tienen fama de arriesgados y sacrificados, son capaces de cualquier cosa para salvar a un semejante y han sido protagonistas de actos verdaderamente heroicos.
Eso no era novedad, los de ahora habían actuado con el temple y la entereza 
de siempre, pero el resultado había sido frustrante.

Sentados en las aceras de las calles, cerca de los restos humeantes de lo que habían sido los edificios, el comentario generalizado entre los bomberos eran los estallidos que habían escuchado al interior de las dos torres. En medio del bullicio causado por los aterrados fugitivos, era notorio que el sonido inconfundible de explosivos había retumbado en sus cabezas, como detalle extraño de todo el infierno que les tocaba vivir.

¿Explosivos? Si, como lo oyes, eran sonidos repetitivos al interior de las torres. En ambos casos iguales y más aún en el WTC 7 que había caído a las 5:20 de la tarde, cuando ya el edificio había sido evacuado, por lo que no hubo muertos.


 En las fotos se puede apreciar, la salida violenta de materiales por las ventanas, típico de una explosión.


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