La etapa de 1945 a
1966, está escrita en capítulos aparte, bajo un título que abarca el
significado de los años sesenta.
Después de haber
terminado mis estudios secundarios en Quito aprobé los exámenes que eran requisito indispensable en la
Universidad Central para poder ingresar.
El entusiasmo duró muy
poco al darme cuenta de la realidad: me dedicaba a estudiar y como no tenía
ingreso alguno ni renta que lo permitiera, me moría del hambre; o me dedicaba a
trabajar para sobrevivir y dejaba de estudiar.
¿Pero cómo sobrevivía
el resto de estudiantes universitarios que no tenían una pensión que les
permitiera dedicarse por entero a sus estudios? Pues trabajaban. La mayor parte
de las facultades de la Universidad tenía un horario que iba de 7 a 9 en la
mañana y de cinco en adelante en la tarde, de lunes a viernes. Entonces un
estudiante de otra carrera, conseguía un trabajo de 9 a 12:30 y de 2:00 a 5:00
en la tarde.
Yo quería estudiar
Arquitectura y el horario de la facultad era de 7 a 9, y de 10 a 12 en la
mañana, de 3 a 7 en la tarde, y de 7 a 12 los sábados. ¿A qué hora trabajaba?
La gran mayoría de los
estudiantes de la facultad eran muchachos con respaldo económico de sus padres,
porque el problema no radicaba en el hecho de sobrevivir, era el costo de
materiales, libros, vestuario, alimentación, transporte, etc.
Yo tenía siete
hermanos más y todos dependíamos exclusivamente del sueldo que nuestra madre
podía ganar en un trabajo que la consumía. Es obvio suponer que hacía tres años
que no recibía un centavo de la casa. Había sobrevivido los dos últimos años
gracias a la generosidad de un tío paterno que me recibió en su casa y me permitió
terminar mis estudios secundarios en Quito.
Mis primeros pasos en
la Facultad de Arquitectura fueron esperanzadores. De un poco más de mil
aspirantes, habíamos ingresado como sesenta alumnos a primer año, cuando en
toda la facultad, repartidos en cinco niveles de estudio, no llegaban a esa
cantidad.
Funcionábamos en un local ubicado frente a la residencia
universitaria que pronto se vio desbordado por el aumento inusitado de
interesados en la carrera.
No durarían mucho las esperanzas, pues durante 1964
y 1965 la Universidad fue clausurada dos veces por la dictadura militar de la
época, en la tercera clausura la de 1966, cayó la dictadura.
Para llegar hasta acá
veníamos empujados por las inquietudes sociales y culturales que se iban dando
en América Latina. Muchos de nosotros éramos ávidos lectores de Jacques
Bergier y Louis Pauwels, de Herbert Marcuse
y los existencialistas franceses, de García Márquez y
Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, Cortázar y Rulfo. Y fervientes defensores de
tesis que se planteaban en Francia, pero se aplicaban en México o Montevideo.
La arquitectura era un campo en que el retraso era muy
notorio. Como diría Oswaldo Páez Barrera: “la
Escuela de Chicago o los trabajos de Frank Lloyd Wright, ya eran historia
mientras la turbas enfurecidas guiadas por la extrema derecha, paseaban por las
calles de Quito los despojos de Alfaro y sus generales”.
Nuestra arquitectura,
como en la mayor parte de Latinoamérica era el trabajo de profesionales
extranjeros traídos por los poseedores del capital para reproducir estilos
europeos nacidos de la influencia griega y romana.
La primera voz
auténtica de arquitectura latinoamericana, que reveló nuestra capacidad,
vendría de manos de un brasilero brillante Oscar Niemeyer:
No es el ángulo oblicuo que me atrae, ni la línea
recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Lo que me atrae es la curva
libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso
sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida.
De curvas es hecho todo el universo, el universo curvo de Einstein.
Oscar Niemeyer
No hay comentarios:
Publicar un comentario