lunes, 18 de mayo de 2015

COMO JUBILARSE ANTES DE FALLECER 4






La etapa de 1945 a 1966, está escrita en capítulos aparte, bajo un título que abarca el significado de los años sesenta.

Después de haber terminado mis estudios secundarios en Quito aprobé los exámenes  que eran requisito indispensable en la Universidad Central para poder ingresar.

El entusiasmo duró muy poco al darme cuenta de la realidad: me dedicaba a estudiar y como no tenía ingreso alguno ni renta que lo permitiera, me moría del hambre; o me dedicaba a trabajar para sobrevivir y dejaba de estudiar.

¿Pero cómo sobrevivía el resto de estudiantes universitarios que no tenían una pensión que les permitiera dedicarse por entero a sus estudios? Pues trabajaban. La mayor parte de las facultades de la Universidad tenía un horario que iba de 7 a 9 en la mañana y de cinco en adelante en la tarde, de lunes a viernes. Entonces un estudiante de otra carrera, conseguía un trabajo de 9 a 12:30 y de 2:00 a 5:00 en la tarde.

Yo quería estudiar Arquitectura y el horario de la facultad era de 7 a 9, y de 10 a 12 en la mañana, de 3 a 7 en la tarde, y de 7 a 12 los sábados. ¿A qué hora trabajaba?

La gran mayoría de los estudiantes de la facultad eran muchachos con respaldo económico de sus padres, porque el problema no radicaba en el hecho de sobrevivir, era el costo de materiales, libros, vestuario, alimentación, transporte, etc.

Yo tenía siete hermanos más y todos dependíamos exclusivamente del sueldo que nuestra madre podía ganar en un trabajo que la consumía. Es obvio suponer que hacía tres años que no recibía un centavo de la casa. Había sobrevivido los dos últimos años gracias a la generosidad de un tío paterno que me recibió en su casa y me permitió terminar mis estudios secundarios en Quito.

Mis primeros pasos en la Facultad de Arquitectura fueron esperanzadores. De un poco más de mil aspirantes, habíamos ingresado como sesenta alumnos a primer año, cuando en toda la facultad, repartidos en cinco niveles de estudio, no llegaban a esa cantidad. 

Funcionábamos en un local ubicado frente a la residencia universitaria que pronto se vio desbordado por el aumento inusitado de interesados en la carrera. 

No durarían mucho las esperanzas, pues durante 1964 y 1965 la Universidad fue clausurada dos veces por la dictadura militar de la época, en la tercera clausura la de 1966, cayó la dictadura.

Para llegar hasta acá veníamos empujados por las inquietudes sociales y culturales que se iban dando en América Latina. Muchos de nosotros éramos ávidos lectores de Jacques Bergier y Louis Pauwels,  de Herbert Marcuse y los existencialistas franceses, de García Márquez y Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, Cortázar y Rulfo. Y fervientes defensores de tesis que se planteaban en Francia, pero se aplicaban en México o Montevideo.

La arquitectura  era un campo en que el retraso era muy notorio. Como diría Oswaldo Páez Barrera: “la Escuela de Chicago o los trabajos de Frank Lloyd Wright, ya eran historia mientras la turbas enfurecidas guiadas por la extrema derecha, paseaban por las calles de Quito los despojos de Alfaro y sus generales”.  

Nuestra arquitectura, como en la mayor parte de Latinoamérica era el trabajo de profesionales extranjeros traídos por los poseedores del capital para reproducir estilos europeos nacidos de la influencia griega y romana.

La primera voz auténtica de arquitectura latinoamericana, que reveló nuestra capacidad, vendría de manos de un brasilero brillante Oscar Niemeyer:
No es el ángulo oblicuo que me atrae, ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre. Lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida. De curvas es hecho todo el universo, el universo curvo de Einstein.

Oscar Niemeyer


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