lunes, 4 de mayo de 2015

QUITO Amaneciendo




A las seis de la mañana, cuando las campanas tocan a misa y el día empieza a clarear, Quito, con su cara lavada por el rocío de la madrugada acoge a los contados transeúntes con ráfagas de viento helado que se cuelan por las nucas.

Las farolas de las calles se reflejan en los trémulos espejos del pavimento y el silencio solo es roto por los repiques, y el resonar de apurados pasos que se enrumban a las iglesias.

Con su caminar cansino y el roce apagado de sus hábitos azules, dos monjas meditabundas de blancas palomas en sus cabezas, siguen la ruta diaria hasta la Iglesia de San Agustín.

En el camino baila el diablo, que apersonado en el espíritu etílico de tres borrachos, las persigue con fines libidinosos.

— ¡Guapa monjita! Si hasta la bebida dejaría por casarme con usted.

— ¡No le crea monjita, lo mismo le decía a mi hermana y ya le ve cómo anda descarriado!

— ¡No te metas baboso, o nunca más te invito a chupar!

— ¡Enseñe el tobillo monjita!

El olor a pan horneado les roba la atención y aprovechan las monjas para huir despavoridas, como todos los días a la misma hora. Ese es su sacrificio, su flagelación diaria y eso las hace más puras a los ojos del señor.

Bueno, eso es lo que les dice el señor cura cuando van a confesarle los pecados. Pero en ese devenir diario, el mundo se les va metiendo en las conciencias y el diablo les serrucha el piso a la fe y la vocación, para sembrar diminutos retoños de curiosidad y fantasía mundana.

Puede que nunca dejen los hábitos, que se mantengan en el claustro hasta su muerte, pero esos coqueteos diarios con el pequeño infierno de las desiertas calles quiteñas a la madrugada, son como los gusanos de las manzanas, que pueden estar sembrados en la pulpa, pero que nadie los ve sino cuando se muerde su jugoso fruto. Y eso, ellas no están dispuestas a permitirlo.

Bueno, lo piensan. Lo piensan cuando están rezando las cincuenta avemarías de la penitencia. Cuando está por vencerles el sueño tempranero de la noche y lo piensan todos los días cuando estrenan cómplices sonrisas mañaneras al salir a misa de seis de San Agustín.

El rumor creciente de los vehículos y la gente, transforma esa cara gris de la ciudad, y el sol de a poco se roba ese encanto azulado que muy pocas personas pueden apreciar todos los días.

Hasta los barrenderos agradecen el despertar matutino de la ciudad andina, que lleva a cuestas las raíces de costumbres que marcan su señorío. Las monjas y los borrachos, los niños de delantal blanco y los burócratas madrugadores, se confunden en una interminable paleta de colores que va descubriendo el sol mientras estalla contra muros y veredas.

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