A las seis de la mañana, cuando las campanas tocan a misa
y el día empieza a clarear, Quito, con su cara lavada por el rocío de la
madrugada acoge a los contados transeúntes con ráfagas de viento helado que se
cuelan por las nucas.
Las farolas de las calles se reflejan en los trémulos
espejos del pavimento y el silencio solo es roto por los repiques, y el resonar
de apurados pasos que se enrumban a las iglesias.
Con su caminar cansino y el roce apagado de sus hábitos
azules, dos monjas meditabundas de blancas palomas en sus cabezas, siguen la
ruta diaria hasta la Iglesia de San Agustín.
En el camino baila el diablo, que apersonado en el
espíritu etílico de tres borrachos, las persigue con fines libidinosos.
— ¡Guapa monjita! Si hasta la bebida dejaría por casarme
con usted.
— ¡No le crea monjita, lo mismo le decía a mi hermana y
ya le ve cómo anda descarriado!
— ¡No te metas baboso, o nunca más te invito a chupar!
— ¡Enseñe el tobillo monjita!
El olor a pan horneado les roba la atención y aprovechan
las monjas para huir despavoridas, como todos los días a la misma hora. Ese es
su sacrificio, su flagelación diaria y eso las hace más puras a los ojos del
señor.
Bueno, eso es lo que les dice el señor cura cuando van a
confesarle los pecados. Pero en ese devenir diario, el mundo se les va metiendo
en las conciencias y el diablo les serrucha el piso a la fe y la vocación, para
sembrar diminutos retoños de curiosidad y fantasía mundana.
Puede que nunca dejen los hábitos, que se mantengan en el
claustro hasta su muerte, pero esos coqueteos diarios con el pequeño infierno
de las desiertas calles quiteñas a la madrugada, son como los gusanos de las
manzanas, que pueden estar sembrados en la pulpa, pero que nadie los ve sino
cuando se muerde su jugoso fruto. Y eso, ellas no están dispuestas a permitirlo.
Bueno, lo piensan. Lo piensan cuando están rezando
las cincuenta avemarías de la penitencia. Cuando está por vencerles el sueño
tempranero de la noche y lo piensan todos los días cuando estrenan cómplices
sonrisas mañaneras al salir a misa de seis de San Agustín.
El rumor creciente de los vehículos y la gente,
transforma esa cara gris de la ciudad, y el sol de a poco se roba ese encanto azulado
que muy pocas personas pueden apreciar todos los días.
Hasta los barrenderos agradecen el despertar matutino de
la ciudad andina, que lleva a cuestas las raíces de costumbres que marcan su
señorío. Las monjas y los borrachos, los niños de delantal blanco y los burócratas
madrugadores, se confunden en una interminable paleta de colores que va
descubriendo el sol mientras estalla contra muros y veredas.
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