Más allá del Uku
Mayu de Arguedas, o del Huacayñan de Guayasamín, el racismo en América Latina
es un problema que el tiempo ha ido desvaneciendo.
Las diferencias raciales han existido desde la llegada de los españoles a América, pero
los extremos han ido quedando en el pasado, tapados por condiciones económicas
que al haber adquirido primacía han permitido soslayar cuestiones raciales en
el convivir social.
Podríamos decir
que los latinoamericanos vivimos en gris, mientras en conglomerados europeos y
norteamericanos, todavía existe el blanco y negro.
Todo esto a
propósito de una noticia: después de desayunar, he leído en la prensa un dato
sobre un caso de racismo policial en San Francisco, California.
Lo grave es que
han salido a la luz pública mensajes de texto
racistas escritos por 14 miembros del cuerpo de Policía de San Francisco.
Esto ha alterado mi fin de semana .Obviamente indignado,
pero a sabiendas de que no puedo hacer nada a la distancia, he optado por lo
más higiénico: me he ido a dar un baño.
Hasta ahí, nada extraordinario. El problema se ha presentado
luego, cuando he bajado a trabajar.
Me olvidaba decirles que soy músico aficionado los fines de
semana, y los sábados los dedico a tratar de componer en un
antiguo Steinway, herencia de mi abuela materna.
De ella heredé la afición, aunque no la habilidad. Los dedos
de mi abuela se deslizaban por el teclado como patines sobre hielo, las teclas
la seguían, pegadas a las yemas.
Para mí fue más difícil, no sé si por un asunto de
sensibilidad o producto de combinar el piano con el básquetbol, mis dedos no
podían moverse con la placentera habilidad de mi abuela. Pero a pesar de todo y
llevado por mi oído, pude aprender a ejecutarlo y un maestro me encaminó en la
escritura de la música.
Por eso, porque mi oído me domina los fines de semana, paso
las mañanas de los sábados, dedicado a componer. Nada extraordinario, pero
melodías que tienen un aire chopiniano y que cuando las interpreto ante amigos
y familiares me significan gratos momentos de reconocimiento.
Pero, hoy he tenido una desagradable sorpresa.
Por un
descuido he dejado el diario abierto en la página de la noticia racista sobre
el piano.
Cuando he bajado de mi habitación, no podía creer lo que estaban
viendo mis ojos: el teclado era el escenario de la más pura manifestación
racista que había visto en mi vida. Sobre una larga calle de madera de abeto
que era la tabla armónica, se habían formado dos bandos claramente
identificables, uno más numeroso, conformado por 52 teclas blancas, que
trataba de defenderse usando la barra de un metrónomo y por el otro una
minoría de 36 teclas negras, que a viva voz protestaba portando en alto una
partitura donde estaban escritos sus reclamos.
No lo podía creer, si no lo estuviera viendo, pensaría que
se trataba de la broma de alguno de mis amigos. Pero ahí estaba. Era testigo de
la primera rebelión negra en el mundo de los pianos.
Bueno desde el punto de
vista de las teclas, porque los músicos ya lo habían hecho hace mucho tiempo.
El Ragtime, de procedencia negra, antecedente del Jazz que
conocemos, ya comenzó a sonar en los Estados Unidos a fines del siglo XIX, lo
que significaba el nacimiento de una corriente que influiría marcadamente en el
desarrollo de la música norteamericana.
A principios del siglo XX, la música fue un camino de
intercambio cultural, llegando inclusive a aceptarse la influencia que la música
judía tuvo en el desarrollo del Jazz norteamericano. Inclusive la música latina
aportó su ritmo y colorido a la música negra.
En el plano musical siempre existió una gran diferencia
entre “negros” y “blancos”.
Hasta ahí las diferencias desde el punto de vista genético.
Pero la manifestación ante la que me encontraba no tenía explicación.
Ustedes pensarán que estaba exagerando. De ninguna manera.
Empecé a preocuparme cuando vi a dos robustas teclas negras,
tratando de ascender hacia la caja del piano. Me imaginé que su intención era
tomar ciertas cuerdas como armas de agresión. En un momento hasta justifiqué la
actitud, pensando que el tamaño de las negras y su número inferior admitían el
armarse. Pero recapacité y traté de llegar al fondo del problema.
¿Era una actitud de protesta de las negras ante la noticia
del racismo policial?
¿Eran las letras negras del periódico las que habían
incitado a las teclas?
¿Por qué las teclas blancas, a pesar de ser mayoría, no se
habían unido con el blanco del papel y dominado la situación?
Si desaparecía el papel, ¿Donde podían vivir las letras? Y
si lo hacían las teclas blancas ¿Dónde se iban a sostener las negras?
Después de tranquilizarlas mediante un diapasón que tenía a
mano, aproveché para recordarlas que la
relación que habían llevado, siempre había sido armónica; que era mejor que
bajaran el tono para que todos podamos hacer nuestra labor. Nadie tocó la causa
del revuelo y tuve que remontarme a sus antepasados los abuelos “clavicymbalum”
y “harpsichordium”, para que comprendieran que las buenas relaciones mejoran la
convivencia musical.
Mientras extendía mi perorata, de a poco fui retirando el periódico
causante del problema y paulatinamente cada una tomó su lugar.
Me parecía que
las blancas estaban más estiradas y que las negras se habían achicado, pero
cuando empecé con la Sonata Nº 4 de
Chopin, todas se tomaron de la mano y danzaron al ritmo que mi oído, aunque no
mi habilidad, las imponía.
¿No sería que en el fondo todo fue un pretexto y que lo
único que les molestaba era mi falta de habilidad?
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