martes, 12 de mayo de 2015

JACINTO




El visillo dejaba traslucir una débil luz mañanera. Afuera el rocío empezaba a evaporarse cuando Jacinto optó por abrir los ojos. Él nunca se despertaba, siempre prefería hacer presencia ante el mundo, para que la mayor cantidad de personas pueda disfrutar del espectáculo que significaba contemplarlo.

El espejo que lo cubría durante el sueño, le devolvió desde el cielo raso la imagen soñada de un hombre perfecto. Una contextura atlética increíble, un estilo al despertar, insuperable; y una sonrisa fingida, pero muy blanca que opacaba los primeros rayos del sol.

Su imagen reflejada en el espejo de cuerpo entero, proyectó su esplendor en cuanto se hubo puesto de pie. Siempre pensó que el dinero que había recibido de Calvin Klein por ese comercial de ropa interior estaba más que devengado. 

Sabía que él era el causante de la epidemia de dolor de cuello que había aparecido en la ciudad. No existía mortal que se cruzase que no regresara a verlo.
Incluso él reconocía ese problema cuando tenía que salir de compras y su reflejo en las vitrinas de los almacenes le llamaba tanto la atención que no le quedaba más que regresar a ver para admirarse.

No es que creyera que su belleza física era incomparable. No.

Él sabía que su exterior no era todo lo que sus fanáticos admiraban, era solamente la cubierta, porque quienes lo conocían bien, nunca dejaban de ensalzar sus cualidades: su inteligencia, su modestia, su generosidad, su paciencia, su sentido del humor, sus buenos modales, su confianza, su desparpajo, su chispa, su ingenio y sobre todo su humildad.

Como con el Narciso griego, las jóvenes perdían la cabeza por Jacinto y su engreimiento era semejante al del mito helénico.

Por lo pronto, antes de convertirse en un dios vernáculo, se aburría trabajando para una empresa de publicidad, donde la mayoría de los clientes venían atraídos por su sex-appeal.

Estudiaba en la Universidad más exclusiva pues sus afanes eran llegar algún día a ser Presidente de la República, y para eso tenía que prepararse en todos los campos. Entre sus materias preferidas estaba el quechua, porque no tenía facilidad para el inglés.

Como todas sus compañeras se desvivían por verlo en paños menores, tuvo que dedicarse a jugar fútbol. De esa manera él podía mostrarse y las féminas podían disfrutar gratis del espectáculo de admirarlo.

Se entusiasmó tanto por el fútbol, que se ilusionaba por jugar en el Real Madrid. Era el club de los narcisos y ahí jugaba uno de sus ídolos.

Pero su futuro estaba en la política, cada sábado acudía a las reuniones convocadas por el Presidente y trataba de que su presencia fuera notoria, pero era difícil competir con el maestro. Ni su llamativo vestuario, ni sus poses fotográficas lograban sacar a la plebe del interés por los ataques presidenciales a los rivales y a los medios. Entonces decidió aprender; y no había sábado, dondequiera que se realicen las reuniones, que él no esté presente.

Se mandó a confeccionar camisas iguales a las del líder, usaba calzoncillos verdes y llegó a pintarse el pelo del mismo color, hasta que un día, muy sutilmente, la guardia personal del Presidente le insinuó que no era bien visto y que preferían que su ausencia fuera permanente.

Confundido por la frustración, decidió entrar a estudiar cocina, se graduó de chef y ahora escribe una columna gourmet en el suplemento dominical de un periódico local.

Ha envejecido, pero su ego no pasa un día y aprovecha todas las oportunidades que le brinda la vida para asistir a cocteles, inauguraciones, bautizos o lanzamientos de libros, para demostrar toda su sapiencia en música, comida, lenguas y literatura. Y no queda allí, pues si encuentra una señora interesada en la jardinería, antes de que cante un gallo sabrá explicar la mejor manera de podar un bonsái o injertar un naranjo.

Pero llegará un día en que el castigo de Némesis se cumpla y él termine como Narciso embobado en su propia imagen.

Mientras tanto comprará otro espejo para su colección.

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