Corrían los años sesenta, Quito era una ciudad maravillosa.
Un lento despertar hacia la modernidad iba moldeando una
cara nueva a la franciscana ciudad. Los nuevos barrios del norte permitían
abrir el paisaje hacia un cielo más grande, un aire más puro y una urbe más
sana y organizada.
Ciertas obras construidas por el gobierno de Camilo Ponce
Enríquez, con miras a la XI Conferencia Panamericana cambiaron el panorama
quiteño y daba la impresión que desde el Parque de El Ejido se abría hacia el
norte un horizonte a mejores tiempos que ponían un auspicioso porvenir en el pensamiento de la juventud.
La pobreza física en que había vivido la ciudad debido a las
luchas políticas de los últimos ciento treinta años, estaba siendo retocada, e
inclusive la mentalidad del quiteño, conservadora y reprimida se trocaba en un
lento pero seguro avance hacia un pensamiento más libre y escudriñador.
El centralismo que primaba en la época, impedía que los
jóvenes de provincia tengan facilidades de acceder a la educación universitaria
en sus respectivas ciudades. Entonces Quito, que contaba con tres magníficas
universidades se convirtió en hogar estudiantil de muchos provincianos que en
muchos casos terminaban extrayendo de sus orígenes a familias completas y
convirtiendo a Quito en ciudad de chagras.
La población estudiantil se convirtió así, en segmento
importante de la vida quiteña y las asociaciones de residentes en Quito,
ocupaban un largo espacio en la guía telefónica de la ciudad.
Hubo un momento en medio de esos brillantes años sesenta
(no sólo a nivel local, sino brillantes a nivel mundial), en que la chispa del
ingenio quiteño, llevó a un grupo de nacidos en la capital, capitaneados entre
otros por Humberto Jácome Harb, Jorge
Landívar, Manuel Reyes y Patricio Espinoza Serrano a formar la Asociación de
Quiteños Residentes en Quito, para poder tener un espacio vital en medio de
esta convención permanente de afuereños.
Quito, era
una ciudad sana, alegre. Soleada en las mañanas y lluviosa en las tardes,
especialmente a partir del mes de Octubre. Su gente era educada, jovial,
respetuosa. Religiosa por atavismo y curiosa culturalmente.
La Casa de
la Cultura Ecuatoriana era el eje primigenio del quehacer cultural capitalino. Desde
su creación en 1944 como respuesta a la vergonzosa derrota bélica a manos del
Perú y a la pérdida de la mitad del
territorio oriental, tuvo el afán no solamente de desarrollar el potencial cultural
de los ciudadanos, sino también de levantar una moral caída y buscar una
brújula, lejos de la miserable historia política que habíamos arrastrado por
ciento treinta años.
En medio de
esta ciudad remozada, de espíritu emprendedor y sentimientos respetuosos de su
acervo, nacen físicamente instituciones que tenían su historia, pero que no
habían adquirido la preponderancia necesaria para acompañar un desarrollo lento
pero claro hacia un futuro más organizado.
Una de
estas instituciones es la Caja del Seguro Social, hoy conocida como Instituto
Ecuatoriano de Seguridad Social. Su flamante edificio, modernísimo para su tiempo
se terminó de construir a principios de los años sesenta.
Aquí
empezamos este recorrido breve y conciso, de circunstancias por
las que todos hemos tenido que pasar. Unos con suerte y otros no. Como es el
caso que nos ocupa hoy.
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