—¡Tú
tienes la culpa de todo! ¡Si no hubieras traído ese maldito virus desde tu trabajo no tendríamos este problema! ¿Cuántas veces tengo que advertirte que no
me gusta que traigas a casa tus problemas laborales? ¿Tú llevas a la
oficina los problemas de la casa? ¿Cuándo estás en tu trabajo les cuentas que
en tu hogar se ha acabado el gas, que la comida estuvo rancia o que te quedaste
dormido antes de lo que a mí me convenía? Pues si no llevas a la oficina los
problemas de la casa, tampoco traigas a la casa los problemas de la oficina.
¡¿Entendiste?!
Así
empezaba ese lunes para Teresa y Hernán, que habían pasado el fin semana sin
poder dormir y sin saber que les iba a deparar el futuro. Mientras trataban de
preparar algo para el desayuno, Teresa no podía controlar su mal humor y
refunfuñaba metida de cabeza en la heladera mientras Hernán se movía ofuscado
por la cocina, presagiando que si no encontraba la solución, ese problema
podría costarle su empleo y su matrimonio.
—¿Cómo
puedes culparme de algo que nadie puede controlar? ¿Crees que a mí me agrada lo
que está pasando? Igual te podría culpar de haber empezado aquí este problema,
y sin embargo no te he dicho nada, además…
…sorpresivamente
se detuvo. Habían empezado a aparecer ciertas letras en la caja de Corn Flakes
que se hallaba sobre la encimera. Al momento la palabra Kellogs se distinguía
con facilidad; lo mismo sucedía con su chaqueta colocada sobre una silla que
comenzaba a exponer una etiqueta de Armani en la parte superior del forro.
Quiso
explicar la situación a Teresa, pero ella enfundada en un salto de cama Cocó
Chanel, con los ojos desorbitados y sudando frío, empezó a soltar una catarata
de apellidos: Martínez, Palacios, López, Ruiz, Altamirano, Bastidas, Hernández,
Gutiérrez, Jiménez, Polanco, Reinoso, González, uf…Quijano, Saavedra, Ontaneda,
Castillo, Zurita, Toledo, Naranjo, ¡plop! … y perdió el conocimiento por una sobredosis
de apellidos.
Hernán
no sabía cómo reaccionar, si feliz por haber solucionado el problema de los
apellidos o preocupado porque era la segunda vez que Teresa se desmayaba en
menos de una semana. Optó por estar feliz por los apellidos y con una amplia
sonrisa levantó a Teresa y la llevó a recostar sobre un sofá del salón.
…
—Susana,
disculpa la molestia, podrías pasar por casa un momento, Teresa no se siente
bien y yo debo estar en mi oficina lo más pronto posible.
La
llamada a la amiga era lo único que se le había ocurrido, ofuscado como estaba
por llegar a su oficina y comprobar que todo estaba en orden. Si el problema
fue solucionado durante el fin de semana, sus posibilidades de ser candidato a
alcalde estaban intactas. Él no iba a permitir que cuatro apellidos frustren su
carrera política.
…
Teresa y
Susana eran amigas desde hace algunos años. Susana ya vivía en el barrio cuando
Hernán y Teresa se trasladaron a vivir allí. Las dos estaban recién casadas y
no tenían hijos, ninguna de las dos trabajaba fuera de casa, por lo que el
tiempo del que disponían después de sus quehaceres diarios, generalmente lo
compartían dedicadas a sus aficiones: la costura, la música, la lectura y el
chisme.
Así
transcurrió el primer año en el que casi al mismo tiempo ambas quedaron embarazadas.
Sus hijos iban a ser un nexo adicional que las uniría permanentemente.
De eso
había pasado siete años y ahora los muchachos compartían su vida de escuela con
la vecindad del barrio.
Entre
los libros que habían leído juntas, siempre con el noble afán de guiar y
entretener a sus hijos, destacaba “Alicia en el País de las Maravillas”.
Tantas
veces lo habían leído o contado a sus hijos que habían prometido poner el
nombre del personaje a la primera de sus
hijas mujeres. Es decir cada una sería madre de una Alicia en honor al
personaje de la obra de Lewis Carroll.
Susana llegó al llamado de Hernán, y encontró a Teresa desmayada, recostada en el
sofá con las piernas más altas que la cabeza, para que le llegue oxígeno al
cerebro, se acercó para hacerle oler un pañuelo con aceite de menta que siempre
llevaba a mano. En eso despertó.
—¡Ay Susanita, no sabes por lo que he pasado!
—Sí, me comentó Hernán lo de la crisis de apellidos…
—¡No!, lo del sueño.
—¡Pero si estuviste desmayada tan sólo dos minutos!
—Pues, he tenido un sueño rarísimo: estaba perdida en
un bosque, pero no un bosque de árboles, no; un bosque de apellidos. Imagínate mi
desgracia, unos maderos largos, sin ramas, sin hojas, de todos los colores y de
diferentes tamaños, como postes señalizadores, de esos que utilizan para
publicidad en las calles, pero cada uno tenía un apellido distinto, como
árboles genealógicos. Eran miles, millones, un bosque interminable. No sé cómo
llegué allí, pero empecé a deambular para encontrar una ruta que me permitiera
escapar. Estaba sola; yo y los postes, era una suerte de caperucita huyendo del
lobo. De pronto tras un parante surgió un lobo, no, no un lobo, un espejo:
—“Si buscas la salida— me dijo— toma en Pérez a la
izquierda y camina hasta encontrar Gutiérrez, luego gira a la derecha y
dirígete hasta Urrutia”.
—Desesperada hice lo que me indicaba, pero sólo para
volver a encontrarlo en Urrutia.
—“Sigue derecho
hasta Fernández y desde ahí trata de avistar Santillana, si lo logras regresa
veinte y tres pasos y encontrarás Echeverría, yo estaré allí. Si quieres, vuelve
a preguntarme”.
—Sabía que me estaba tomando el pelo, desde pequeña me
había convencido de que los espejos eran mentirosos, que siempre nos devolvían
una imagen equívoca de la realidad; pero no encontraba la manera de evitarlo.
De pronto se me hizo la luz en el cerebro, pensaba que si me paraba junto a un
poste con el apellido de alguien inteligente, podía ayudarme a encontrar la
salida. Entonces pensé “¿cuál era la persona más inteligente que había oído
nombrar?” y se me ocurrió que Lewis Carroll, busqué un poste con su apellido y
cuando ya perdía las esperanzas di con él. Me detuve a su lado, me concentré y
que crees; por mi mente cruzó la frase:
“Puedes llegar a cualquier
parte, siempre que andes lo suficiente”.
Me pareció lógico y me
puse a caminar, pero me di cuenta de que no tenía un rumbo fijo. Me detuve.
Esperé.
—“Afortunado es el hombre
que tiene tiempo para esperar” —, me espetó un palo con el nombre de Calderón
de la Barca.
—“Incluso si no estás en
el camino correcto, serás atropellada si te quedas sentada”.
Las palabras provenían de
Rogers (por Will Rogers), un pequeño poste situado a mi izquierda.
Me di cuenta de que me iba
a volver loca.
En eso reapareció
taimadamente el espejo mentiroso: “Yo te podría llevar a la salida, pero
tendrías que hacer algo por mí: tengo una vida que parece entretenida, cambio
de cara cada vez que reflejo a alguien; puedo pasar de la elegancia más
distinguida a la miseria más desgarradora. En mi reviven todos los paisajes, de
los montes a los mares, de los días a las noches. Si tengo hambre, no hago más
que pararme frente a ostentosos festines
y si es la sed la que me agobia, el agua más pura o el vino más fino no
pueden escapar a mi captura. Pero nadie me conoce, nadie ha visto mi verdadero
rostro y ninguno sabe de mis gustos. Cambio de sexo según mi visitante, mi
carácter metamorfosea con sus rostros. Todos se auto-elogian o auto-critican,
pero nadie es capaz de darme una palabra de agradecimiento o de consuelo. Me
ignoran, me desprecian. He llegado al extremo de que hasta los vampiros evitan
reflejarse en mí sólo por martirizarme. Necesito que me ayudes a encontrar mi
verdadera personalidad, mi yo interior”.
Un relámpago destelló en
mi cabeza: la salida no estaba afuera, estaba en mi interior. Y junto con el
espejo podríamos encontrarnos a nosotros mismos.
“Uno de los secretos
profundos de la vida es que lo único que merece la pena hacer es lo que hacemos
por los demás” me dijo el Lewis Carroll que estaba cerca.
Eso me inspiró, me miré en
el espejo y fui la primera en dirigirle la palabra, bueno la segunda, después
de la madrastra de Blancanieves: —¿Quieres que nos busquemos juntos?
El espejo asintió.
Entonces desperté.
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