martes, 8 de diciembre de 2015

TOCATA Y FUGA 4



—¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Si no hubieras traído ese maldito virus desde tu trabajo no tendríamos este problema! ¿Cuántas veces tengo que advertirte que no me gusta que traigas a casa tus problemas laborales? ¿Tú llevas a la oficina los problemas de la casa? ¿Cuándo estás en tu trabajo les cuentas que en tu hogar se ha acabado el gas, que la comida estuvo rancia o que te quedaste dormido antes de lo que a mí me convenía? Pues si no llevas a la oficina los problemas de la casa, tampoco traigas a la casa los problemas de la oficina. ¡¿Entendiste?!

Así empezaba ese lunes para Teresa y Hernán, que habían pasado el fin semana sin poder dormir y sin saber que les iba a deparar el futuro. Mientras trataban de preparar algo para el desayuno, Teresa no podía controlar su mal humor y refunfuñaba metida de cabeza en la heladera mientras Hernán se movía ofuscado por la cocina, presagiando que si no encontraba la solución, ese problema podría costarle su empleo y su matrimonio.

—¿Cómo puedes culparme de algo que nadie puede controlar? ¿Crees que a mí me agrada lo que está pasando? Igual te podría culpar de haber empezado aquí este problema, y sin embargo no te he dicho nada, además…
…sorpresivamente se detuvo. Habían empezado a aparecer ciertas letras en la caja de Corn Flakes que se hallaba sobre la encimera. Al momento la palabra Kellogs se distinguía con facilidad; lo mismo sucedía con su chaqueta colocada sobre una silla   que comenzaba a exponer una etiqueta de Armani en la parte superior del forro.

Quiso explicar la situación a Teresa, pero ella enfundada en un salto de cama Cocó Chanel, con los ojos desorbitados y sudando frío, empezó a soltar una catarata de apellidos: Martínez, Palacios, López, Ruiz, Altamirano, Bastidas, Hernández, Gutiérrez, Jiménez, Polanco, Reinoso, González, uf…Quijano, Saavedra, Ontaneda, Castillo, Zurita, Toledo, Naranjo, ¡plop! … y perdió el conocimiento por una sobredosis de apellidos.

Hernán no sabía cómo reaccionar, si feliz por haber solucionado el problema de los apellidos o preocupado porque era la segunda vez que Teresa se desmayaba en menos de una semana. Optó por estar feliz por los apellidos y con una amplia sonrisa levantó a Teresa y la llevó a recostar sobre un sofá del salón.

—Susana, disculpa la molestia, podrías pasar por casa un momento, Teresa no se siente bien y yo debo estar en mi oficina lo más pronto posible.
La llamada a la amiga era lo único que se le había ocurrido, ofuscado como estaba por llegar a su oficina y comprobar que todo estaba en orden. Si el problema fue solucionado durante el fin de semana, sus posibilidades de ser candidato a alcalde estaban intactas. Él no iba a permitir que cuatro apellidos frustren su carrera política.

Teresa y Susana eran amigas desde hace algunos años. Susana ya vivía en el barrio cuando Hernán y Teresa se trasladaron a vivir allí. Las dos estaban recién casadas y no tenían hijos, ninguna de las dos trabajaba fuera de casa, por lo que el tiempo del que disponían después de sus quehaceres diarios, generalmente lo compartían dedicadas a sus aficiones: la costura, la música, la lectura y el chisme.

Así transcurrió el primer año en el que casi al mismo tiempo ambas quedaron embarazadas. Sus hijos iban a ser un nexo adicional que las uniría permanentemente.

De eso había pasado siete años y ahora los muchachos compartían su vida de escuela con la vecindad del barrio.

Entre los libros que habían leído juntas, siempre con el noble afán de guiar y entretener a sus hijos, destacaba “Alicia en el País de las Maravillas”.
Tantas veces lo habían leído o contado a sus hijos que habían prometido poner el nombre del personaje  a la primera de sus hijas mujeres. Es decir cada una sería madre de una Alicia en honor al personaje de la obra de Lewis Carroll.

Susana llegó al llamado de Hernán,  y encontró a Teresa desmayada, recostada en el sofá con las piernas más altas que la cabeza, para que le llegue oxígeno al cerebro, se acercó para hacerle oler un pañuelo con aceite de menta que siempre llevaba a mano. En eso despertó.

—¡Ay Susanita, no sabes por lo que he pasado!

—Sí, me comentó Hernán lo de la crisis de apellidos…

—¡No!, lo del sueño.

—¡Pero si estuviste desmayada tan sólo dos minutos!

—Pues, he tenido un sueño rarísimo: estaba perdida en un bosque, pero no un bosque de árboles, no; un bosque de apellidos. Imagínate mi desgracia, unos maderos largos, sin ramas, sin hojas, de todos los colores y de diferentes tamaños, como postes señalizadores, de esos que utilizan para publicidad en las calles, pero cada uno tenía un apellido distinto, como árboles genealógicos. Eran miles, millones, un bosque interminable. No sé cómo llegué allí, pero empecé a deambular para encontrar una ruta que me permitiera escapar. Estaba sola; yo y los postes, era una suerte de caperucita huyendo del lobo. De pronto tras un parante surgió un lobo, no, no un lobo, un espejo:

—“Si buscas la salida— me dijo— toma en Pérez a la izquierda y camina hasta encontrar Gutiérrez, luego gira a la derecha y dirígete hasta Urrutia”.

—Desesperada hice lo que me indicaba, pero sólo para volver a encontrarlo en Urrutia.

—“Sigue derecho hasta Fernández y desde ahí trata de avistar Santillana, si lo logras regresa veinte y tres pasos y encontrarás Echeverría, yo estaré allí. Si quieres, vuelve a preguntarme”.

—Sabía que me estaba tomando el pelo, desde pequeña me había convencido de que los espejos eran mentirosos, que siempre nos devolvían una imagen equívoca de la realidad; pero no encontraba la manera de evitarlo. De pronto se me hizo la luz en el cerebro, pensaba que si me paraba junto a un poste con el apellido de alguien inteligente, podía ayudarme a encontrar la salida. Entonces pensé “¿cuál era la persona más inteligente que había oído nombrar?” y se me ocurrió que Lewis Carroll, busqué un poste con su apellido y cuando ya perdía las esperanzas di con él. Me detuve a su lado, me concentré y que crees; por mi mente cruzó la frase:

“Puedes llegar a cualquier parte, siempre que andes lo suficiente”.

Me pareció lógico y me puse a caminar, pero me di cuenta de que no tenía un rumbo fijo. Me detuve. Esperé.

—“Afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar” —, me espetó un palo con el nombre de Calderón de la Barca.

—“Incluso si no estás en el camino correcto, serás atropellada si te quedas sentada”.

Las palabras provenían de Rogers (por Will Rogers), un pequeño poste situado a mi izquierda.

Me di cuenta de que me iba a volver loca.

En eso reapareció taimadamente el espejo mentiroso: “Yo te podría llevar a la salida, pero tendrías que hacer algo por mí: tengo una vida que parece entretenida, cambio de cara cada vez que reflejo a alguien; puedo pasar de la elegancia más distinguida a la miseria más desgarradora. En mi reviven todos los paisajes, de los montes a los mares, de los días a las noches. Si tengo hambre, no hago más que pararme frente a ostentosos festines  y si es la sed la que me agobia, el agua más pura o el vino más fino no pueden escapar a mi captura. Pero nadie me conoce, nadie ha visto mi verdadero rostro y ninguno sabe de mis gustos. Cambio de sexo según mi visitante, mi carácter metamorfosea con sus rostros. Todos se auto-elogian o auto-critican, pero nadie es capaz de darme una palabra de agradecimiento o de consuelo. Me ignoran, me desprecian. He llegado al extremo de que hasta los vampiros evitan reflejarse en mí sólo por martirizarme. Necesito que me ayudes a encontrar mi verdadera personalidad, mi yo interior”.

Un relámpago destelló en mi cabeza: la salida no estaba afuera, estaba en mi interior. Y junto con el espejo podríamos encontrarnos a nosotros mismos.

“Uno de los secretos profundos de la vida es que lo único que merece la pena hacer es lo que hacemos por los demás” me dijo el Lewis Carroll que estaba cerca.

Eso me inspiró, me miré en el espejo y fui la primera en dirigirle la palabra, bueno la segunda, después de la madrastra de Blancanieves: —¿Quieres que nos busquemos juntos?

El espejo asintió.


Entonces desperté.

No hay comentarios:

Publicar un comentario