miércoles, 4 de febrero de 2015

EL CALCETIN ROJO

Luis Ponce Sevilla


— ¿Alguien vio mi calcetín rojo? —
Saltaba desesperado por la habitación, a medio vestir. Llevaba puesto pantalón negro y camisa blanca, un calcetín rojo en el pie derecho, y el izquierdo desnudo, daba la impresión de ser un niño grande jugando a la rayuela. Hablaba por el móvil mientras trataba de terminar de vestirse.
— ¿Carajo, alguien vio mi calcetín?—
El dormitorio de la casa presidencial no era un lugar íntimo o privado, por ahí pasaban ministros, secretarios, partidarios, asambleístas, opositores. Siempre había gente presente, era casi una evocación del dormitorio de Luis XIV en Versalles, incluso cuando el Presidente se vestía, por eso la pregunta lanzada al viento debía tener contestación.
Pero debía ser Presidente de un país de mudos, porque nadie contestaba.
Mientras se equilibraba con un pie en el aire, y el móvil en el oído, el Presidente pensaba lo importante que había sido ese calcetín durante su vida política. Se lo había regalado en un cumpleaños su mentor, la persona que le había formado políticamente y abierto los ojos al socialismo.
Le había dicho: —“Que estos calcetines que tienen el color de la bandera soviética, sean el símbolo de la doctrina comunista que primará en tu gestión cuando llegues al poder. Que sean tu talismán, la brújula que te señale el camino hacia el bien común, el clarín que te recuerde que tu lucha es por el pueblo y para el pueblo y que tu sacrificio es exclusivamente por el bien de los más necesitados”—.
A primera vista le había parecido un regalo ridículo, él esperaba un gran libro, o una copia autografiada de la recopilación de discursos del líder máximo, pero, ¿Un par de calcetines? ¿Y rojos?.  Esto era una rareza. Nunca en su vida se había puesto unos calcetines rojos y no iba a empezar ahora que estaba ya en el camino del éxito.
Y nunca se los hubiera puesto. Si no se le ocurría a su secretario particular guardarlos en su maleta un día que viajaban al sur. En el apuro de esa noche por llegar a tiempo al mitin, no reparó en el color de los calcetines que se ponía y salió apresurado hacia la reunión. Esa fue la manifestación más numerosa de su vida, el primer peldaño de su carrera política. Cuando llegó al hotel, exhausto  pero satisfecho, se dio cuenta de que usaba los calcetines del destino político.
Y nunca más se separó de ellos.
Durante toda su campaña por la presidencia, fueron sus fieles compañeros, no se los sacaba sino para que su secretario particular los lavase meticulosamente en los lavabos de los hoteles en que se hospedaban. Era más fácil que olvidase a su esposa que a sus calcetines.
— ¡Busquen mi calcetín! — seguía gritando.
Nunca los había perdido, jamás se extraviaron. Solamente los había dejado descansar cuando se fue al exterior un par de veces. Y en esas ocasiones los había dejado en manos de su madre para que los cuidase como a las niñas de sus ojos. Ella que conocía muy bien a su hijo, los lavaba delicadamente con su jabón personal, los perfumaba, los dejaba secar sobre una mullida toalla y luego los guardaba entre algodones en una antigua caja de perfume, lo que les daba un aroma especial que contribuía a formar esa aureola de importancia que habían ido adquiriendo.
Sus más allegados colaboradores se acostumbraron a respetar su presencia y nadie, nadie, osó criticar el hecho de que muchas veces no combinaban con su vestimenta. Como sabían que eran parte del triunfo obtenido, igual los veneraban como al jefe, porque estaban agradecidos de que fueran una de las razones por las que cada uno de ellos tenía ahora lo que cada uno sabía que tenía.
— ¿Es que nadie va a buscar mi calcetín? —
— Señor President…… — quiso opinar la mucama que trataba de arreglar la cama.
El sonido de un teléfono cortó la voz de la mucama.
— Su vehículo ya lo está esperando señor Presidente — le comunicó su secretario particular.
—Pues, no me moveré de aquí hasta que aparezca el maldito calcetín—
Siempre habían estado en pareja, los dos calcetines rojos eran el matrimonio perfecto, siempre juntos, al lavarse, al secarse, al soportar las fatigosas manifestaciones políticas, al enterarse bajo la mesa de los secretos mejor guardados, al disfrutar de la satisfacción de la victoria.
—Señor Presidente— insistía el secretario particular.
— Señor President…. quería decir la mucama.
“En fin”, pensaba el Presidente, “Si este tiene que ser el fin de la relación con los calcetines rojos, así será”. Tanto tiempo juntos, tantas frustraciones, tantas satisfacciones. Cierto es que su ideología podía haber variado un poquito en el transcurso de estos años. También es verdad que su mentor político se había alejado de su entorno. Los medios a los que odiaba y que antes le habían calificado como “peligro comunista” le criticaban ahora su inclinación a la derecha. En fin, así es la política, pero él se había mantenido en lo que consideraba sus convicciones de izquierda. Pero nada es eterno, ni los calcetines.
Se aprestaba a sacarse el único calcetín que tenía puesto, cuando insistió la mucama:
—Señor Presidente—, se cortó, pero esta vez la dejó terminar, —Tiene los dos en la derecha—.
Los analistas políticos tenían la razón. No se habían equivocado.

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