domingo, 1 de febrero de 2015

EL REGALO DE NAVIDAD



                                                                                      Luis Ponce Sevilla

El desayuno había sido opíparo. Bueno, si así puede llamarse a un puñado de alpiste y un tazón de agua.
Como todos los domingos me había despertado tarde, no solamente por ser un día feriado sino por el silencio que reinaba en la casa. Entre semana el ruido de los muchachos preparándose para ir a la escuela me cortaba el sueño a hora temprana y de ahí venía toda la actividad diurna que me convertía en un guiñapo a primera hora de la noche.
La noche anterior “habíamos” disfrutado de la cena de Navidad y luego de la apertura de regalos bajo el árbol todos especialmente los muchachos terminaron muy cansados, y a duras penas se despidieron con un gesto desganado desde la escalera.
Yo dormía en la planta baja. No me disgustaba, pues era más fresco, y evitaba que me despierte a la madrugada con los ronquidos de Eulalia. Era la chiquilla de la casa con sus gordos ocho años. Siempre comía mucho en la noche y parece que eso ocasionaba los sonidos guturales durante el sueño.
Los demás no se quejaban, pero yo, que era el que mejor oído tenía, era el que sufría con el ruido. Mi fama de cantor, reconocida por toda la familia, no era suficiente para que pensaran en proteger mis oídos de esos ruidos.
Cuando me desperté, Ana ya me había servido el desayuno y como siempre tuvo palabras cariñosas para conmigo. Nos conocíamos de tanto tiempo que nuestra relación era franca y cordial. Muchas veces entre semana cuando los niños se habían ido a la escuela y Fernando al trabajo, conversaba de sus problemas y sus planes, de lo que esperaba de los chicos y de sus aspiraciones personales frustradas por dedicarse por entero a su familia. Yo era su confidente y ella sabía que guardaría sus cuitas, pues jamás diría un pio que perjudicara su felicidad.
Pero los domingos era diferente. Todos se movían a otro ritmo, el clima era distinto e incluso el tono de las voces era más reposado y cadencioso. No había la prisa rutinaria y parecía que las horas iban a transcurrir más lentamente.
Este domingo 25 todavía olía a pavo y villancico, a ponche y campanas, a generosidad y agradecimiento. Los niños tenían aún las sonrisas de satisfacción grabadas indelebles en sus caritas. Aún no habían despertado del estado de  dicha que las fiestas navideñas traen al espíritu infantil. Julio el más pequeño se pegaba retozón a las piernas de su madre mientras ella agenciosa preparaba el desayuno.  Esteban el mayor conversaba con su padre sobre los pronósticos del fútbol del fin de semana.
 En eso sonó el teléfono, no había sonido más molesto para mí; bueno después de los ronquidos de Eulalia.
-Papá, es para ti - dijo con voz despreocupada Esteban.
Fernando creo que se acercó al teléfono; lo cierto es que no lo vi porque estaba más preocupado por mirar como Eulalia se probaba un sombrero de paja que le había regalado su abuelita por navidad y que ella quería lucir ese domingo en el parque. Me sacó de mi ensimismamiento la voz de Fernando que comentaba con los demás:
-¡Ya! Está lista -
Todos se pusieron nerviosos; Fernando y Esteban salieron apresurados en la camioneta, mientras Ana y Eulalia comentaban algo en voz baja para que no les oiga nadie. ¿Quién las iba a oír si el único que estaba ahí era yo? ¿Por qué esta vez no me tomaban en cuenta, si siempre lo habían hecho? Desde la noche anterior, yo sentía que se había creado un puente de insatisfacciones entre ellos y yo. Mi conciencia no me reclamaba nada, no sé qué había en las de ellas.
Las dos me miraron de reojo, como queriendo mandarme a volar.
Algo trataban de ocultar, pero yo terminaría enterándome como siempre, por boca de una o de otra.
Para restarle importancia al asunto, preferí dedicarme a mi aseo personal y me puse a cantar mientras me limpiaba meticulosamente.
No fue sino cuando llegaron los varones, y las mujeres se dirigieron a mí como para festejarme; que comprendí lo que habían estado ocultándome: algo que había pasado por mi cabeza la noche anterior mientras veía como todos se repartían sus paquetes:
Esteban y su padre traían mi regalo de navidad:
¡Una jaula nueva, mi jaula nueva!

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