domingo, 17 de julio de 2016

LA ISLA





Buscando entre los restos del Naufragio de un barco japonés me he encontrado con un ejemplar de “La Invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares.

Hace tres semanas que vivo solo entre los escombros de una construcción abandonada.

Pensaba, porque el tiempo me sobraba, que la isla era probablemente la Villings del archipiélago de las Ellice, y que por coincidencia era la misma en que fue a parar el Morel de Bioy Casares al norte de Nueva Zelanda. O podría ser si nos ponemos más fantasiosos la “Isla de Hélice”de Julio Verne.

Eso era más difícil porque yo ya había buceado lo suficiente para buscar los motores subacuáticos y no los había encontrado. Además por las noches me pasaba muy atento esperando captar los sonidos mecánicos del sistema de transportación y tampoco había podido escuchar nada parecido.

Así que opté por aceptar la primera opción: estaba en una isla abandonada del Pacífico Sur cerca de Australia y Nueva Zelanda.

De no ser por mi profunda inclinación a la política no estaría aquí en este momento. Un revés electoral en mi país me obligó a salir precipitadamente y no fue sino hasta dos días después que me di cuenta de que mi viaje nocturno a Panamá, y el embarcarme en el primer navío carguero que partía esa madrugada del puerto de Balboa, iban a traerme a las antípodas.

Solo cuando recuperé la cordura perdida por el ajetreo de los dos últimos días, pude darme cuenta de que nada de lo que tenía planeado para mi salida se había cumplido. 

Ni el beneplácito de los gobiernos amigos para recibirme, ni la ayuda ofrecida por mis ex colaboradores de gobierno. Y tuve que optar por una opción ofrecida por mi dentista para tomar un pequeño avión privado que usaba para fumigación en su hacienda.

En mi apresuramiento, que ahora en frío sospecho que fue tramado por el grupo que me rodeaba, no tuve acceso sino a un poco de dinero en efectivo que tenía en mi caja fuerte. Las tarjetas de mis cuentas en Suiza y documentos comprometedores que tenía guardados, los puse en un maletín de mano, tomé una valija de ropa que mi edecán me había preparado y salí disparado al aeropuerto en un vehículo militar.

Fue un viaje tormentoso, pero al cabo de dos horas y media llegamos al aeropuerto de Tocumen, donde me esperaba un primo mío que era embajador en ese país. Temiendo que la reacción internacional pudiera afectar mi seguridad, ya tenía previsto el traslado hasta Balboa y posterior embarque en un buque de carga holandés con rumbo a Sídney, hasta que los ánimos se tranquilicen.

Mi anonimato me mantuvo seguro los primeros ocho días, protegido por  el capitán, un marinero holandés experimentado quien estaba convencido de que yo era un biólogo investigador que viajaba a Australia a dictar unas conferencias.


Alguna actitud prepotente incontrolada hizo que uno de los tripulantes pusiera atención en mi persona y lanzara la duda de mi identidad entre los marineros.

Bueno, así terminé en esta isla a la que llegué en un bote inflable, solamente con lo que llevaba puesto.Una caja de enlatados y dos bidones agua dulce que habían dejado los marineros en la embarcación que me trajo a tierra (a cambio lógicamente de mi maletín de mano con todo su contenido), sirvieron para mantenerme con vida los primeros días y luego ya fui encontrando soluciones conforme asomaban los problemas.

Así han pasado tres semanas las que he dedicado a recorrer la isla.

Encontré los restos de esta construcción abandonada, un museo, una capilla y lo que fue una pileta de natación.

Hasta aquí no habría nada extraordinario, si no hubiera hallado el ejemplar de ”La invención de Morel”. 

Solamente un milagro pudo causar semejante coincidencia. Nunca había leído a Bioy Casares. Es más, no sabía quién era. Para llegar a presidente tienes que saber leer las encuestas no lo que escribe cualquiera.

Como me aburría enormemente tuve que empezar a leerlo.

Poco a poco me he entusiasmado con la invención  de Morel y estoy convencido de que el destino me trajo para eso. Si antes no pierdo la cabeza, creo que estaré ocupado los próximos meses.

Por lo pronto me dan vuelta en la cabeza sus palabras: “La hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales emisores.”



sábado, 16 de julio de 2016

QUINTO AL MEDIO



La oficina de Estadísticas y Censos del Ministerio de Coordinación Económica de los Necesitados, se hallaba realizando una encuesta para justificar los nuevos cargos públicos creados por este gobierno.

Un día que estaba más solo que la una llegaron dos burócratas a mi casa:

— ¿Hola niño, quién eres?

— Soy Quinto Almedio, a sus órdenes señor.

— ¿Alguna persona mayor con la que podamos conversar? Inquirió uno de ellos.

—No señor, estoy íngrimo, pero cualquier cosa que usted quiera saber, yo se lo explico.

— ¿Nos podrías decir cómo está conformada tu familia? Preguntó el otro tipo con cara de analfabeto.

— Bueno, allá por 1944, casi al terminar la Segunda Guerra Mundial, mi abuelito Sixto Diez que se había salvado de morir en la revuelta del 28 de Mayo, se casó con mi abuelita Octavia de Corpus y formaron un hogar feliz: los Diez de Corpus.

Mi abuelo tenía un infinito amor por su media naranja y mi abuela le correspondía con todo su máximo común denominador. Vivían en un cuarto, del segundo piso de un edificio situado en la intersección de 9 de Octubre con 6 de Marzo, es decir en pleno Parque del Centenario.

De pocos reales, él tenía que hacer mil números para poder llegar a fin de mes. Incluso estuvo por ingresar de numerario al Opus Dei para poder subsistir, pero el diablo le ayudó y casi le hace ganar la lotería: por un número no le pega al gordo de navidad de 1944.

Cuentan que mi abuelita era como las mujeres de aquella época: “un conjunto de curvas peligrosas que ponen recta una parábola”, no como las de ahora que son: “la distancia más corta entre dos puntos: la cabeza y los pies”.

Un día, mejor dicho una noche, no sé si del 14 ó 15 de Abril de 1945 mí abuelito que estaba elevado a la última potencia, había introducido su guarismo entre los paréntesis de mi abuelita.

A los siete meses mi abuelita ya parecía un ocho de lo gorda que estaba y le llevaron a la Clínica de Baldor para sacarle la raíz cuadrada.  En el parto, que más parecía de cálculo diferencial por lo  difícil, tuvieron que hacerle una extracción de raíz, tuvo una hemorragia de fracciones, perdió innumerables pintas de sangre y casi queda reducida a la mínima expresión.

Como fue sietemesina, la niña que nació, que fue mi mamá, sólo se pudo llamar Séptima.

Zoila Séptima Diez de Corpus le pusieron porque a mi abuelo que era manabita le encantaban los números y los nombres raros.

Le gustaban tanto los números que el fin de semana se iba a la seis por tres y regresaba sin poder hacer el cuatro. Claro que mi abuela de dos guantazos le ponía en sus cinco, pero hasta eso ya eran las seis de la mañana.

Así empezó una familia muy numerosa; mis abuelos se multiplicaban con mucha facilidad: tuvieron nueve hijos y  cincuenta y ocho nietos. Imaginen ustedes los numerosos primos que tuve. Unos decían que mi abuelita quedaba embarazada porque no sabía hacer la cuenta, pero otros opinaban que su regla de tres le era esquiva.

Como mi mamá fue la primera de las hijas, mi abuelo cifró en ella todas sus esperanzas. Estaba convencido de que tenía un altísimo coeficiente mental y según su cálculo de posibilidades, si se le daban los números, podía llegar a ser profesora de matemáticas.

Para incentivarla desde niña le repetían aquella canción infantil de dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis.

Sus primeros regalos de Navidad fueron un ábaco occidental, un quipu y un sorobán o ábaco japonés. El sorobán no le duró mucho tiempo, porque una vecina se lo sustrajo.

Todos los años, matemáticamente, mi abuela quedaba embarazada, así que cuando mi madre entró a kínder, ya sabía contar, porque tenía cuatro hermanas y mi abuela esperaba una niña.

En la escuela y el colegio fue una estudiante sin par y en un dos por tres ya se había graduado de bachiller.

Pero el crecimiento no era solamente cerebral, así mismo sus otros elementos se habían desarrollado y parecía un teorema de Pitágoras: llena de senos y cosenos y por lo que me han contado, poseedora de una espectacular hipotenusa.

No bien había terminado el colegio cuando asomó quien habría de ser mi papá: Parné Christi un gitano que había llegado en un circo y quien armado con su regla de cálculo se robó la matriz de mi madre y a la velocidad de la luz la convirtió en Zoila Séptima Diez de Corpus Christi.

Mi abuelo perdió la cabeza, porque todas sus esperanzas se vieron frustradas y enfrentó al villano en un campo que sólo él dominaba: el de las Matemáticas: — ¡Si tú le haces lo más mínimo, yo te hago lo más máximo! —le advirtió y diciendo esto le estampó una secante que lo dejó in cociente.

Al caer se fracturó el radio, pero mi abuelo dio media vuelta y se fue por la tangente.

Mi madre no volvió a ver al abuelo, sino tres meses después, cuando perdió su periodicidad y al enterarse que yo iba a nacer se reconciliaron.

Por suerte para todos, nací yo, el primer nieto varón.

Y aquí estoy, un polígono radical, que vive entre ecuaciones y diagramas, que le gustan los conos, que es el denominador común de esta familia, parado en el vértice de nuestra propiedad, respondiendo ante ustedes par de catetos en una fracción de segundo y al compás del dos por cuatro, teoremas que por obtusos no van a entender.

Me hacen el favor de tomar esa paralela y en línea recta, siguiendo el eje de la abscisa, sin caminar en círculos ni andar por la tangente, irse a dar mis saludos a la mamá de Pitágoras.


L.Q.Q.D.


viernes, 15 de julio de 2016

ÚLTIMO FAVOR



"A un hombre hay que llorarle tres días...               

al cuarto te pones tacones y ropa nueva."

María Félix. 


Una suave brisa refresca la tarde de Junio mientras en el cielo se encumbra un papalote de mil colores.

La colina verde está salpicada de tumbas blancas rodeadas de flores. Ahora le infieren otro agujero negro al que acuden millares de gusanos como a una feria. 

El fresco olor del pasto recién cortado se mezcla con los aromas de las marcas de París. El roce de los tacos de aguja con el césped está matizado por el de las medias de seda y los carraspeos contenidos.

Las condolencias y el tumulto rodean el féretro, haciendo más notoria su presencia.

María, elegante y discreta, acercándose al ataúd todavía abierto, en voz baja, a través del velo, susurra:

—No te preocupes por lo de ayer Alberto, a pesar de todo, siempre te quisimos y todo lo que hemos hecho por ti ha sido con amor. Solo disculpa el apuro, pero es que tengo otros compromisos.

Alberto que viste un elegante traje negro y su dentadura original, yace inmóvil,  parco, enjuto, con los ojos cerrados.

Al percibir el perfume de su esposa, suplica mentalmente:
“Por lo que más quieras María, no cierres el ataúd”.

Parece no haberle oído, pues con toda parsimonia ayuda a bajar la tapa.

Sumido en la obscuridad, Alberto solo escucha los tornillos que sin prisa terminan de cerrar su féretro.

Sus gritos mentales son superados por el ruido de las cuerdas y el brusco golpe sobre el fondo de la fosa.

Una palada sorda y otro silencio cortante, para luego soportar el cadencioso y cada vez más lejano eco de las porciones de tierra que lo separarán para siempre de los vivos.

Después, un silencio profundo que durará unos minutos.

O unas horas.
Alberto no puede calcular el tiempo, domina con templanza de yoga su organismo, tratando de consumir la menor cantidad de oxígeno posible.

El silencio es tan profundo, tan frío que puede sentir el ruido que hacen sus uñas al crecer y su barba al romper la piel.

Empieza a bajar por una rampa oscura interminable y conforme pierde la conciencia va recordando el diálogo de ayer con su esposa:

—María, quiero el divorcio.

Un frío cuchillo sale de los ojos de María, para atravesar las carnes de Alberto.
Lo ha sentido.

—Como quieras Alberto, lo esperaba. La fortuna y la fama que has logrado te han convertido en trofeo de arribistas. Está bien, discutamoslo mañana, pues ahora tenemos que asistir al evento que coronará tu carrera política. No me opongo, pero hagámoslo de una manera racional.

Alberto no cree lo que escucha y por poco se lanza en los brazos de su mujer para agradecerle. Pero se reprime.

Asisten a la proclamación como candidato único de su partido y regresan a casa a la madrugada.

Como siempre, como cada noche, María le sube su agua de valeriana que le permite dormir profundamente y despertar alerta a la mañana.

Se recuesta a su lado dulcemente y solamente le susurra al oído mientras empieza a dormirse:

—Lo haremos de la mejor manera, no quiero empañar tu carrera política, si lo que quieres es que nos separemos, será de una manera que la gente jamás olvidará. A partir de mañana pasarás a la historia y yo ayudaré a que así lo sea.
Hasta mañana.





RETRATO DE SALVADOR DALÍ



No recuerdo bien si fue sirviendo un vaso de agua en el aire, o sacando al gato de la casa, pero de reojo sentí su presencia etérea.

Era un sábado en la tarde y mientras acomodaba una silla que quería salir volando por el aire, sentí que se me erizó el bigote y me saltaron los ojos.

Estábamos para salir a una gala de la Virgen del Cisne, pero los elefantes aún no habían afilado sus patas y no tenían los tres metros de largo necesarios para evitar el tráfico.

Bueno, todavía podíamos esperar, el reloj blando en el momento de su primera explosión no indicaba el devenir geológico.

Mientras esperaba a Galatea de las esferas  que arregle su Corpus hypercubus, me preparé una construcción blanda con judías hervidas, acompañada de unos huevos fritos en un plato, sin el plato.

No entendía por qué tenía tanta hambre, pero me imagino que fue la visión del portarretrato de Gala con dos chuletas de cordero sobre sus hombros lo que me abrió el apetito.

Cuando las judías estuvieron listas, busqué una cuchara en la ciudad de los cajones. De pronto se produjo ese momento sublime, inolvidable,  de ver al niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo.

Cuando hube saciado el hambre, acepté la verdad indiscutible de que la miel es más dulce que la sangre.

Salimos de casa caminando. Anochecía, se divisaban los vestigios atávicos después de la lluvia. Pude ver una muchacha en la ventana, que parecía un monumento imperial a la mujer niña.

Al voltear la esquina de la paranoia crítica, pudimos observar la osificación prematura de una estación ferroviaria, mientras un instrumento masoquista que simulaba el espectro del sex-appeal, se divertía con una necrofílica manando de un piano de cola.

Era un paisaje pagano promedio, donde entre un canibalismo otoñal y la reminiscencia arqueológica del ángelus de Millet, se producía la metamorfosis de Narciso en una mujer con cabeza de rosas.

Gala, simulando ser la Madona de Port Lligat, se subió en una jirafa ardiendo y después de cruzar el puente roto del sueño llegó a la estación de Perpiñan.

La recibió el toreador alucinógeno quien montaba un elefante-jirafa y como en la apoteosis de Homero, en un coloquio sentimental que parecía el simulacro transparente de la falsa, se descubrió el enigma sin fin del presagio de la guerra civil.

Minerva loca, había bajado de la jirafa de Avignon y sobre la cama y dos mesitas atacaba ferozmente a un violonchelo.

Era el fin de la Batalla de Tetuán para Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domenech, marqués de Dalí y Púbol.



RACISMO MUSICAL



El Ragtime, de procedencia negra, antecedente del Jazz que conocemos, ya comenzó a sonar en los Estados Unidos a fines del siglo XIX, lo que significaba el nacimiento de una corriente que influiría en el desarrollo de la cultura norteamericana.

A principios del siglo XX, la música fue un camino de intercambio cultural de muchas vías, llegando inclusive a aceptarse la influencia que la música judía tuvo en el desarrollo del Jazz. Los sonidos latinos también aportaron su ritmo y colorido a la música negra.

En el plano musical, siempre existió una gran diferencia entre “negros” y “blancos”. Era un problema de raíces genéticas que ni la cultura, el dinero o la posición social podían modificar. Es notorio en el cine estadounidense encontrar la obligada escena bailable inmiscuida en cualquier argumento, que no sirve sino para remarcar el hecho de que ellos, “los blancos”, nunca aprenderán a bailar. Las estrellas del baile fabricadas por Hollywood no han pasado de ser sino eso, disfraces para tapar una realidad insoslayable.

Pensaba en esto a propósito de una noticia que aparecía en la prensa sobre un caso de racismo policial en California, agravado por mensajes de texto discriminatorios escritos por miembros del cuerpo de policía de San Francisco.

Me olvidaba decirles que soy músico aficionado y los sábados los dedicaba a tratar de componer en un antiguo Steinway, apreciada herencia de mi abuela materna.

Mientras leía la noticia en el diario durante mi desayuno sabatino, he sido interrumpido por la campana de la puerta y como llevaba en la mano el diario, lo he puesto al pasar sobre el piano para atender el llamado.

La imagen ha sido desagradable. Quien estaba en la puerta (cuándo no un sábado), era una pareja de Testigos de Jehová, un blanco y un negro, a quienes he despachado con el pretexto de ser satanico. No me han creído, pero he logrado ahuyentarlos.

Al volver me he topado con la sorpresa más extraña de mi vida: el teclado era el escenario de la más pura manifestación racista que había visto en mi vida. Sobre una larga calle de madera de abeto que era la tabla armónica, se habían formado dos bandos claramente identificables, uno más numeroso, conformado por 52 teclas blancas, que trataba de defenderse usando la barra de un metrónomo y por el otro una minoría de 36 teclas negras, que a viva voz protestaban portando en alto una partitura donde estaban escritos sus reclamos. 

Las negras pedían igualdad de número en el teclado. Reclamaban el hecho de haber sido minoría desde la invención del piano.

No lo podía creer. Era testigo de la primera rebelión en el mundo de las teclas. Todo esto por haber dejado el periódico abierto con una noticia racista sobre el teclado del Steinway.

Ustedes pensarán que estoy exagerando, de ninguna manera.

Empecé a preocuparme cuando vi a dos robustas teclas negras, tratando de ascender hacia la caja del piano. Me imaginé que su intención era tomar ciertas cuerdas como armas de agresión. En un momento hasta justifiqué la actitud, pensando que el tamaño de las negras y su número inferior admitían el armarse. Pero recapacité y traté de llegar al fondo del problema.

¿Era una actitud de protesta de las negras ante la noticia del racismo policial?

¿Eran las letras negras del periódico las que habían incitado a las teclas?

¿Por qué las teclas blancas, a pesar de ser mayoría, no se habían unido con el blanco del papel y dominado la situación?

Si desaparecía el papel ¿dónde podían vivir las letras? Y si lo hacían las teclas blancas ¿dónde se iban a sostener las negras?

Después de tranquilizarlas mediante un diapasón que tenía a mano, aproveché para recordarles  que la relación que habían llevado, siempre había sido armónica, que era mejor que bajaran el tono para que todos podamos hacer nuestra labor. Nadie tocó la causa del revuelo y tuve que remontarme a sus antepasados los abuelos “clavicymbalum” y “harpsichordium”, para que comprendieran que las buenas relaciones mejoran la convivencia musical.

Mientras extendía mi perorata fui retirando el periódico causante del problema y paulatinamente cada una tomó su lugar. Me parecía que las blancas estaban más estiradas y que las negras se habían achicado, pero cuando  empecé con la Sonata Nº 4 de Chopin, todas se tomaron de la mano y danzaron al ritmo que mi oído les imponía.

¿No sería que en el fondo todo fue un pretexto y que lo único que les molestaba era mi falta de habilidad?