No recuerdo bien si fue sirviendo un vaso de agua en el
aire, o sacando al gato de la casa, pero de reojo sentí su presencia etérea.
Era un sábado en la tarde y mientras acomodaba una silla
que quería salir volando por el aire, sentí que se me erizó el bigote y me
saltaron los ojos.
Estábamos para salir a una gala de la Virgen del Cisne,
pero los elefantes aún no habían afilado sus patas y no tenían los tres metros
de largo necesarios para evitar el tráfico.
Bueno, todavía podíamos esperar, el reloj blando en el momento de su
primera explosión no indicaba el devenir geológico.
Mientras esperaba a Galatea de las esferas que arregle su Corpus
hypercubus, me preparé una construcción blanda con judías hervidas, acompañada
de unos huevos fritos en un plato, sin el plato.
No
entendía por qué tenía tanta hambre, pero me imagino que fue la visión del
portarretrato de Gala con dos chuletas de cordero sobre sus hombros lo que me
abrió el apetito.
Cuando
las judías estuvieron listas, busqué una cuchara en la ciudad de los cajones.
De pronto se produjo ese momento sublime, inolvidable, de ver al niño geopolítico observando el
nacimiento del hombre nuevo.
Cuando hube saciado el hambre,
acepté la verdad indiscutible de que la miel es más dulce que la sangre.
Salimos de casa caminando. Anochecía,
se divisaban los vestigios atávicos después de la lluvia. Pude ver una muchacha
en la ventana, que parecía un monumento imperial a la mujer niña.
Al voltear la esquina de la
paranoia crítica, pudimos observar la osificación prematura de una estación
ferroviaria, mientras un instrumento masoquista que simulaba el espectro del
sex-appeal, se divertía con una necrofílica manando de un piano de cola.
Era un paisaje pagano promedio,
donde entre un canibalismo otoñal y la reminiscencia arqueológica del ángelus
de Millet, se producía la metamorfosis de Narciso en una mujer con cabeza de
rosas.
Gala, simulando ser la Madona de
Port Lligat, se subió en una jirafa ardiendo y después de cruzar el puente roto
del sueño llegó a la estación de Perpiñan.
La recibió el toreador alucinógeno
quien montaba un elefante-jirafa y como en la apoteosis de Homero, en un
coloquio sentimental que parecía el simulacro transparente de la falsa, se
descubrió el enigma sin fin del presagio de la guerra civil.
Minerva loca, había bajado de la
jirafa de Avignon y sobre la cama y dos mesitas atacaba ferozmente a un
violonchelo.
Era el fin de la Batalla de Tetuán para Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domenech, marqués de Dalí y Púbol.
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