El Ragtime, de procedencia negra, antecedente del
Jazz que conocemos, ya comenzó a sonar en los Estados Unidos a fines del siglo
XIX, lo que significaba el nacimiento de una corriente que influiría en el
desarrollo de la cultura norteamericana.
A principios del siglo XX, la música fue un camino
de intercambio cultural de muchas vías, llegando inclusive a aceptarse la
influencia que la música judía tuvo en el desarrollo del Jazz. Los sonidos
latinos también aportaron su ritmo y colorido a la música negra.
En el plano musical, siempre existió una gran
diferencia entre “negros” y “blancos”. Era un problema de raíces genéticas que
ni la cultura, el dinero o la posición social podían modificar. Es notorio en
el cine estadounidense encontrar la obligada escena bailable inmiscuida en
cualquier argumento, que no sirve sino para remarcar el hecho de que ellos,
“los blancos”, nunca aprenderán a bailar. Las estrellas del baile fabricadas
por Hollywood no han pasado de ser sino eso, disfraces para tapar una realidad
insoslayable.
Pensaba en esto a propósito de una noticia que aparecía
en la prensa sobre un caso de racismo policial en California, agravado por
mensajes de texto discriminatorios escritos por miembros del cuerpo de policía
de San Francisco.
Me olvidaba decirles que soy músico aficionado y
los sábados los dedicaba a tratar de componer en un antiguo Steinway, apreciada herencia
de mi abuela materna.
Mientras leía la noticia en el diario durante mi
desayuno sabatino, he sido interrumpido por la campana de la puerta y como
llevaba en la mano el diario, lo he puesto al pasar sobre el piano para atender
el llamado.
La imagen ha sido desagradable. Quien estaba en la
puerta (cuándo no un sábado), era una pareja de Testigos de Jehová, un blanco y
un negro, a quienes he despachado con el pretexto de ser satanico. No me han
creído, pero he logrado ahuyentarlos.
Al volver me he topado con la sorpresa más extraña
de mi vida: el teclado era el escenario de la más pura manifestación racista
que había visto en mi vida. Sobre una larga calle de madera de abeto que era la
tabla armónica, se habían formado dos bandos claramente identificables, uno más
numeroso, conformado por 52 teclas blancas, que trataba de defenderse usando
la barra de un metrónomo y por el otro una minoría de 36 teclas negras, que a
viva voz protestaban portando en alto una partitura donde estaban escritos sus
reclamos.
Las negras pedían igualdad de número en el teclado. Reclamaban el hecho de haber
sido minoría desde la invención del piano.
No lo podía creer. Era testigo de la primera rebelión
en el mundo de las teclas. Todo esto por haber dejado el periódico abierto con
una noticia racista sobre el teclado del Steinway.
Ustedes pensarán que estoy exagerando, de ninguna
manera.
Empecé a preocuparme cuando vi a dos robustas
teclas negras, tratando de ascender hacia la caja del piano. Me imaginé que su
intención era tomar ciertas cuerdas como armas de agresión. En un momento hasta
justifiqué la actitud, pensando que el tamaño de las negras y su número
inferior admitían el armarse. Pero recapacité y traté de llegar al fondo del
problema.
¿Era una actitud de protesta de las negras ante la
noticia del racismo policial?
¿Eran las letras negras del periódico las que
habían incitado a las teclas?
¿Por qué las teclas blancas, a pesar de ser
mayoría, no se habían unido con el blanco del papel y dominado la situación?
Si desaparecía el papel ¿dónde podían vivir las
letras? Y si lo hacían las teclas blancas ¿dónde se iban a sostener las negras?
Después de tranquilizarlas mediante un diapasón que
tenía a mano, aproveché para recordarles
que la relación que habían llevado, siempre había sido armónica, que era
mejor que bajaran el tono para que todos podamos hacer nuestra labor. Nadie
tocó la causa del revuelo y tuve que remontarme a sus
antepasados los abuelos “clavicymbalum” y “harpsichordium”, para que
comprendieran que las buenas relaciones mejoran la convivencia musical.
Mientras extendía mi perorata fui retirando el
periódico causante del problema y paulatinamente cada una tomó su lugar. Me
parecía que las blancas estaban más estiradas y que las negras se habían
achicado, pero cuando empecé con la
Sonata Nº 4 de Chopin, todas se tomaron de la mano y danzaron al ritmo que mi
oído les imponía.
¿No sería que en el fondo todo fue un pretexto y
que lo único que les molestaba era mi falta de habilidad?
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