martes, 12 de julio de 2016

PARECE QUE VA A LLOVER



Han pasado treinta años.

La temperatura había subido esa tarde. Un calor húmedo se colgaba de los balcones poblados de macetas con geranios.

La estrecha callejuela que daba a la playa, se abría paso entre muros blancos tapizados de nubes y desembocaba en el seno alborotado del mar azul grisáceo. Era la vía principal de aquel poblado marino a orillas del Pacífico.

Sentado en un cafecito abierto a la vereda, resumía lo que habían sido estos últimos días para mí: buscando inspiración había abandonado mi taller de pintura en la ciudad, para enfrentarme al mar y a la brisa.

Siempre que venía encontraba algo nuevo: a veces era el clima, otras la comida, aún la bebida, si encontraba con quien compartirla.

Esta vez me encontré con ella. 

No abundaban aquí las mujeres cultas, y las que venían en plan de descanso o diversión, dejaban archivado su cerebro en casa.

Bueno, igual los hombres.

Cuando la conocí, estaba sentada en esta mesa, y atrajo mi atención su aspecto delicado de figura de porcelana. Llevaba un vestido fresco para la hora, pero los colores y texturas hablaban del detalle al escogerlos.

Un sombrero de paja de ala ancha. Y por la brillantez de los rayos del crepúsculo cubría sus ojos con oscuras gafas que solamente dejaban entrever la sombra de unas largas pestañas. 

Jorge, el dueño del café y viejo amigo, me la presentó.

El tono de su voz me subyugó y lo apropiado de sus comentarios me dio a entender que la pintura era una parte importante de su vida. No es fácil encontrarse con alguien que hable con tanta propiedad de Pizarro, Manet o Tápies.

Incluso me intrigó la opinión que tenía de la obra de Guayasamín.

En el fondo se escuchaba “Mama Inés” en versión de Frank Pourcel .

Entre sorbo y sorbo de su MaiTai y mi Cuba Libre, cayeron los muros de las apariencias, y con la complicidad siempre solícita de Jorge, y envueltos en la buena música, firmamos el acta de habernos conocido.

Me sentí tan relajado que mi cerebro voló a instantes lejanos de la juventud, cuando era una esponja que todo lo absorbía, no había barreras que no pudiera derribar ni prejuicio que irrespetar.

—Parece que va a llover, lo siento en el aire—, dijo estirando su brazo izquierdo; solamente en ese momento relacioné sus gafas obscuras con el bastón; mientras Jorge tomaba su mano para ayudarla a levantarse.

—No soy ciega—, me comentó al despedirse, —Sólo me falta la vista.

—Espero que nos volvamos a ver. Respondí.

—Bueno, es un decir. Tuve que completar.

Todavía no he salido de mi estupor, pero cada vez que tomo su mano, ahora a la vejez, resuena en mi mente: —"Parece que va a llover".




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