Eran las nueve de la mañana y empezaba el día con mala
cara. Nunca había tenido una resaca como esta. A su lado, fríos como piedras y pálidos como albinos,
se hallaban sus cuatro hermanos, tirados sobre el tapete verde. Era un
espectáculo deplorable.
¿Dónde estaba?
Su cabeza era un torbellino. No lograba
recordar a sus padres. Solo sabía que
eran cinco hermanos que vivían en un cubilete de cuero rústico en un pueblito
llamado Hindenburg, conocido también como la Generala.
Nunca habían ido a la escuela, porque los de su clase
tenían prohibido el ingreso a los centros educativos. Sin embargo la formación
que recibieron en casa los convirtió en individuos muy pulidos. Eso, a pesar de
ser considerados necios, cabezas cuadradas.
Siempre estaban juntos,
tanto que si alguno por accidente se extraviaba, ponía a correr
desesperadamente a los demás. Tenían una vida solazada. Pero la paz no es
eterna y para ellos normalmente duraba una semana. Si estaban de suerte eran quince días. Pero
cuando llegaban los sismos, empezaba la
locura.
Era la etapa de la turbulencia y el terror. La casa era
sometida a sacudidas interminables que alternadas con calmas pasajeras, duraban
cuatro o cinco horas. Era insoportable sentir las permanentes vibraciones, el
golpeteo y el ruido, y luego el rodar cuando la casa se venía al suelo.
Así habían transcurrido sus vidas, en una constante
desazón entre la paz y la guerra. Una guerra además fratricida pues la pelea a
golpes era entre hermanos. Ni siquiera sabían por lo que peleaban, pero en
cuanto empezaban los sismos se empujaban unos a otros y eso duraba hasta que
todos caían abatidos y la casa quedaba
patas arriba.
La relación
con sus hermanos era permanentemente agresiva, diría que hasta chocante. Sin
embargo nunca se separaron.
Desgraciadamente,
uno no elige su destino. Si así fuera hubiera preferido dedicar su vida al
billar, al ajedrez o al piano.
Sin
embargo los cinco tuvieron que resignarse a esa vida. Y todo estuvo bien hasta
la noche anterior.
Como casi todos
los viernes habían asistido a una reunión, pero en ésta hubo excesivo consumo
de licor. Normalmente ellos no estaban acostumbrados a beber, pero la noche se
alargó y alguno de los presentes se pasó de copas y las tomó contra ellos. Si,
contra todos, y llevado por la emoción y el alcohol, les escupió el licor en
las caras antes de lanzarlos estrepitosamente a rodar.
Y nadie
recuerda más, sólo la celebración estrepitosa de los gigantes.
Ahora
nadie se reconoce. Una sola noche de borrachera y él y sus hermanos han perdido
los puntos distintivos por el contacto con el alcohol y han terminado como
simples cubos irreconocibles.
Era el fin
de una vida dedicada al juego y el libertinaje.
El de la transformación
final de dados idolatrados en simples cubos de marfil.
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