El
anciano encontró la llave en un texto de Julio Cortázar.
Las
incógnitas que lo intranquilizan serían despejadas tarde o temprano. No en vano
había vivido tanto tiempo y había buscado tantos caminos. Los puentes tendidos
en las relaciones culturales le servirían para abrir la caja de Pandora en que
se había convertido su vida. Alguien había dejado escapar una
situación en la que no hubiera querido estar.
¡Cómo no cambiar papeles!.
Entre
buscar las ropas apropiadas, las suyas y las de Emma, recoger lo usado de ayer
que aún estaba en el dormitorio y buscar un manual que lo guíe en este
laberinto, se le han ido casi tres horas.
Lo más
duro es bajar y subir las gradas. La artritis le oprime los huesos, la casa
que juega con él, aumenta un par de peldaños a la vieja escalera de madera.
Acosado
por el reloj que lo empuja hacia el amanecer, busca ayuda especializada.
Consulta con Carreño y Escudero Coll. Recurre a José Antonio Urbina y Alfonso
Ussía, pero la información le huye, se escabulle. No hay nada específico que
satisfaga sus requerimientos.
Su
cerebro recorre la biblioteca mental que se acumula entre los recuerdos, desempolva
escenas de sus lecturas relacionadas con el tema que le inquieta, mientras su
cuerpo tiene que realizar unas actividades domésticas a las que no está
acostumbrado. Escucha ceremoniosamente el Réquiem,
a cuyo pesado ritmo pasa la escoba, dobla las camisas y enrolla los calcetines.
Luego,
toma un descanso para otro café a las tres de la mañana. El aroma, aquel que
acompañó sus vidas en frías mañanas hogareñas o en plácidas tardes de sapientes
intercambios intelectuales, lo envuelve en una nube resplandeciente. Con el Confutatis Maledictis a todo volumen,
bajo un cuadro de la Edad de la Ira
de Guayasamín, cae en sus manos una edición de cuentos de Cortázar, donde
encuentra la respuesta a las preguntas que le carcomen el seso.
Lo lee de
un tirón.
Cuántas
cosas ignoradas, cuántos detalles desconocidos, qué falta de humildad, qué despreocupación
de las costumbres. ¿Porqué a los demás les puede pasar y a él no?. Un vestigio de
desconocida soberbia revolotea por sus gestos inconscientes. Pero pronto
desaparece al encontrar en Cortázar la respuesta. Ahí estaba todo. En tres
cuartillas su amigo Julio, el que lo había acompañado durante tantas tardes, le
aclaraba las normas conductuales y le despejaba el camino hacia un compromiso
inesperado.
Ahora sí
cree estar preparado para una ceremonia a la que nunca ha asistido. Al estreno
de una obra jamás escrita, a la primera presentación de una ópera para un solo
ejecutante, a la premier de una película que nunca fue filmada. Al cierre de la
tapa de un libro donde él había puesto la mitad de las palabras.
Abre las
cortinas y extiende las mantas sobre las camas de los dormitorios. El piso de
madera cruje acompasadamente con sus articulaciones.
Se acerca
a la placidez de Emma y le cubre los párpados con besos. Su rostro tiene esa
magia que lo cautivó siempre. Sin edad. Para el amor no hay edad, el amor no
distingue jóvenes de viejos y conserva a los ojos del amante el súmmum de todas
las edades.
Los
peldaños se le vuelven interminables y pesados a pesar de que desciende.
Mientras,
en la cocina, la bebida baila a borbotones calientes y su aroma invade la casa,
él se cerciora de la ubicación simétrica de los sillones de la sala, enciende
dos lámparas esquineras, lava los floreros de cristal que tienen aún las
huellas de antiguas gotas de agua y pasa un plumero por el último cuadro que
ella pintara.
Se sirve
una temblorosa taza de café y lentamente sube a acompañar a Emma.
Cuántas
remembranzas guardan los peldaños. Mientras asciende, le vienen las imágenes a
la memoria, solo buenos recuerdos. A su lado, ella sube a brincos los escalones
mientras se ríe a carcajadas. O baja tristemente los peldaños cuando el dolor
le sobrecoge el alma. Cuántos momentos fugazmente felices. Cuántos instantes en
que el corazón le estallaba de amor por cualquier cosa. Por un gesto, una
mirada, un mohín o una caricia.
Cuántos
días y noches inolvidables bajo el permanente tintinear de su sonrisa. Y aún le
queda amor para brindarle.
Pronto
amanecerá. Sentado en el cómodo reclinable que ha estado cuarenta años en su
dormitorio, da una segunda lectura a Cortázar para grabar en la memoria unas
pautas que nunca creyó necesitar.
Viste a
Emma con un primaveral vestido blanco con pequeños estampados de ageratums, cómodos zapatos de tacón bajo
al estilo de Elizabeth II, níveos guantes de punto y un rocío de su Chanel
Numero Cinco de toda la vida.
Cuando
los gallos inician su concierto, toma su ducha mañanera y se viste con el más
liviano y claro de sus atuendos: un terno blanco de lino crudo, con una camisa
perla y zapatos de piel al tono. Acicala sus uñas y atusa su bigote.
Toma del
vestidor su mejor sombrero de paja toquilla, un Fedora Clasic de cinta negra, y
lo deposita junto al libro en su sillón.
Después
de atenuar con el aliento de su boca el frío de sus dedos, acaricia los pies de
su esposa, al tiempo que en un adiós retrospectivo le agradece los años de
compañía.
Parsimoniosamente,
recoge sombrero y libro, y desciende hasta el estudio, con abatido orgullo,
mientras el alba que desconoce amores, ingresa por las ventanas.
Un
antiguo teléfono negro de mediados del siglo pasado le sirve de puente con el
presente:
—Hola,
hijo, tu madre acaba de fallecer.
En el
antiguo Grundig se escucha a Julio Jaramillo sollozar las notas del pasillo “Sombras” de Rosario Sansores: “cuando
tú te hayas ido, me envolverán las sombras”, que lo trasladan sesenta años
atrás.
Sobre el
escritorio reposa abierta generosamente la prosa de Cortázar: “Conducta en los velorios”.
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