jueves, 14 de julio de 2016

DESPEDIDA




El anciano encontró la llave en un texto de Julio Cortázar.

Las incógnitas que lo intranquilizan serían despejadas tarde o temprano. No en vano había vivido tanto tiempo y había buscado tantos caminos. Los puentes tendidos en las relaciones culturales le servirían para abrir la caja de Pandora en que se había convertido su vida. Alguien había dejado escapar una situación en la que no hubiera querido estar. 

¡Cómo no cambiar papeles!.

Entre buscar las ropas apropiadas, las suyas y las de Emma, recoger lo usado de ayer que aún estaba en el dormitorio y buscar un manual que lo guíe en este laberinto, se le han ido casi tres horas.

Lo más duro es bajar y subir las gradas. La artritis le oprime los huesos, la casa que juega con él, aumenta un par de peldaños a la vieja escalera de madera.

Acosado por el reloj que lo empuja hacia el amanecer, busca ayuda especializada. Consulta con Carreño y Escudero Coll. Recurre a José Antonio Urbina y Alfonso Ussía, pero la información le huye, se escabulle. No hay nada específico que satisfaga sus requerimientos.

Su cerebro recorre la biblioteca mental que se acumula entre los recuerdos, desempolva escenas de sus lecturas relacionadas con el tema que le inquieta, mientras su cuerpo tiene que realizar unas actividades domésticas a las que no está acostumbrado. Escucha ceremoniosamente el Réquiem, a cuyo pesado ritmo pasa la escoba, dobla las camisas y enrolla los calcetines.

Luego, toma un descanso para otro café a las tres de la mañana. El aroma, aquel que acompañó sus vidas en frías mañanas hogareñas o en plácidas tardes de sapientes intercambios intelectuales, lo envuelve en una nube resplandeciente. Con el Confutatis Maledictis a todo volumen, bajo un cuadro de la Edad de la Ira de Guayasamín, cae en sus manos una edición de cuentos de Cortázar, donde encuentra la respuesta a las preguntas que le carcomen el seso.

Lo lee de un tirón.

Cuántas cosas ignoradas, cuántos detalles desconocidos, qué falta de humildad, qué despreocupación de las costumbres. ¿Porqué a los demás les puede pasar y a él no?. Un vestigio de desconocida soberbia revolotea por sus gestos inconscientes. Pero pronto desaparece al encontrar en Cortázar la respuesta. Ahí estaba todo. En tres cuartillas su amigo Julio, el que lo había acompañado durante tantas tardes, le aclaraba las normas conductuales y le despejaba el camino hacia un compromiso inesperado.

Ahora sí cree estar preparado para una ceremonia a la que nunca ha asistido. Al estreno de una obra jamás escrita, a la primera presentación de una ópera para un solo ejecutante, a la premier de una película que nunca fue filmada. Al cierre de la tapa de un libro donde él había puesto la mitad de las palabras.

Abre las cortinas y extiende las mantas sobre las camas de los dormitorios. El piso de madera cruje acompasadamente con sus articulaciones.

Se acerca a la placidez de Emma y le cubre los párpados con besos. Su rostro tiene esa magia que lo cautivó siempre. Sin edad. Para el amor no hay edad, el amor no distingue jóvenes de viejos y conserva a los ojos del amante el súmmum de todas las edades.

Los peldaños se le vuelven interminables y pesados a pesar de que desciende.

Mientras, en la cocina, la bebida baila a borbotones calientes y su aroma invade la casa, él se cerciora de la ubicación simétrica de los sillones de la sala, enciende dos lámparas esquineras, lava los floreros de cristal que tienen aún las huellas de antiguas gotas de agua y pasa un plumero por el último cuadro que ella pintara.

Se sirve una temblorosa taza de café y lentamente sube a acompañar a Emma.
Cuántas remembranzas guardan los peldaños. Mientras asciende, le vienen las imágenes a la memoria, solo buenos recuerdos. A su lado, ella sube a brincos los escalones mientras se ríe a carcajadas. O baja tristemente los peldaños cuando el dolor le sobrecoge el alma. Cuántos momentos fugazmente felices. Cuántos instantes en que el corazón le estallaba de amor por cualquier cosa. Por un gesto, una mirada, un mohín o una caricia.

Cuántos días y noches inolvidables bajo el permanente tintinear de su sonrisa. Y aún le queda amor para brindarle.

Pronto amanecerá. Sentado en el cómodo reclinable que ha estado cuarenta años en su dormitorio, da una segunda lectura a Cortázar para grabar en la memoria unas pautas que nunca creyó necesitar.

Viste a Emma con un primaveral vestido blanco con pequeños estampados de ageratums, cómodos zapatos de tacón bajo al estilo de Elizabeth II, níveos guantes de punto y un rocío de su Chanel Numero Cinco de toda la vida.

Cuando los gallos inician su concierto, toma su ducha mañanera y se viste con el más liviano y claro de sus atuendos: un terno blanco de lino crudo, con una camisa perla y zapatos de piel al tono. Acicala sus uñas y atusa su bigote.

Toma del vestidor su mejor sombrero de paja toquilla, un Fedora Clasic de cinta negra, y lo deposita junto al libro en su sillón.

Después de atenuar con el aliento de su boca el frío de sus dedos, acaricia los pies de su esposa, al tiempo que en un adiós retrospectivo le agradece los años de compañía.

Parsimoniosamente, recoge sombrero y libro, y desciende hasta el estudio, con abatido orgullo, mientras el alba que desconoce amores, ingresa por las ventanas.

Un antiguo teléfono negro de mediados del siglo pasado le sirve de puente con el presente:

—Hola, hijo, tu madre acaba de fallecer.

En el antiguo Grundig se escucha a Julio Jaramillo sollozar las notas del pasillo “Sombras” de Rosario Sansores: “cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras”, que lo trasladan sesenta años atrás.

Sobre el escritorio reposa abierta generosamente la prosa de Cortázar: “Conducta en los velorios”.


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