Cuando Robit se sentó a la
mesa, supuso que algo raro estaba pasando.
El restaurador de doña Zoila
era uno de los más prestigiosos del pueblo, por eso acostumbraba almorzar allí
todos los días.
Pero, a diferencia de
otras ocasiones, la mesa lucía poco generosa: a duras penas sobre la plancha de
acero inoxidable corrugado se apreciaba un triste plato blanco de cerámica con
un puñado de pernos, tuercas y arandelas. Nada más.
Él, a pesar de su origen
chatarrero y su avanzada edad, era alguien de buenas costumbres y estaba
acostumbrado al buen trato y al mejor servicio.
Sin más vueltas pidió al
muchacho que lo atendió que llamara a doña Zoila.
La dueña vino cargada de
paciencia porque no era la primera vez que Robit le causaba problemas. Era una
alemana grande, acuerpada, vestida con un overall azul y protegida por un
mandil que algún día fue blanco. Clavando sus penetrantes ojos verdes sobre el
cliente, levantó la cabeza mientras limpiaba sus manos de grasa en el mandil.
—Doña Zoila, usted sabe
cómo aprecio su trabajo. Soy su más ferviente admirador, su más efusivo
publicista. Llevo viniendo casi un año a diario cada medio día. Siempre he
pagado en metálico mis consumos y según la planilla mensual que me ha cobrado
por anticipado, el valor de los almuerzos no ha variado. Pero veo que hemos
alterado la cantidad y la calidad del servicio.
—Fíjese en esta mesa, es
la de siempre, pero me han servido un mísero plato de tuercas y tornillos. No
veo, como otras veces el acostumbrado aceitero con mi lubricante preferido, el
que usted sabe he utilizado todo el tiempo. Tampoco mi galón de combustible
extra que está incluido en el precio. No me quejé la semana pasada cuando me
sirvieron el aceite sin el filtro acostumbrado.
—Dos simples llaves junto
al plato no son suficientes para mi consumo. No es que yo me sobreestime ni me
dé aires exagerados de gourmet, pero siempre me han puesto una llave allen, una
ratchet y un destornillador adicional.
Por lo menos una franela limpia me ponían antes. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué
ya no me quiere de cliente? ¿No se acuerda que soy el secretario general del
Sindicato y que si yo dejo de venir todos los días, puedo hacer que nadie más
venga a consumirle?
— ¿No se sobreentendía en
el acuerdo que tuvimos que el almuerzo consistía de tres platos: una simple
sopa de alambre de cobre o de otro tipo, un plato fuerte que al principio
consistía en un buen par de bisagras, una biela o una válvula y de postre una
bujía?
—Agradezca que soy un
viejo robot de primera generación, que todavía consumo tuercas y tornillos o de
lo contrario tendría serios problemas. Si estuviera tratando con alguno de los
nuevos que han llegado al sindicato me imagino que a la primera desatención
como esta, alguien vendría a medirle el
aceite.
Sin cruzar media palabra y
sin levantar la vista de la lata parlante, Doña Zoila hizo una llamada por su
celular:
—Supervisor del Hierro,
¿podría mandar a alguien a retirar a Robit de mi restauradora?, parece que
perdió un tornillo.
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