"A un hombre hay que llorarle tres días...
al cuarto te pones tacones y
ropa nueva."
María Félix.
Una
suave brisa refresca la tarde de Junio mientras en el cielo se encumbra un
papalote de mil colores.
La
colina verde está salpicada de tumbas blancas rodeadas de flores. Ahora le
infieren otro agujero negro al que acuden millares de gusanos como a una feria.
El fresco olor del pasto recién cortado se mezcla con los aromas de las marcas
de París. El roce de los tacos de aguja con el césped está matizado por el de
las medias de seda y los carraspeos contenidos.
Las
condolencias y el tumulto rodean el féretro, haciendo más notoria su presencia.
María,
elegante y discreta, acercándose al ataúd todavía abierto, en voz baja, a
través del velo, susurra:
—No
te preocupes por lo de ayer Alberto, a pesar de todo, siempre te quisimos y
todo lo que hemos hecho por ti ha sido con amor. Solo disculpa el apuro, pero
es que tengo otros compromisos.
Alberto
que viste un elegante traje negro y su dentadura original, yace inmóvil, parco, enjuto, con los ojos cerrados.
Al
percibir el perfume de su esposa, suplica mentalmente:
Parece
no haberle oído, pues con toda parsimonia ayuda a bajar la tapa.
Sumido
en la obscuridad, Alberto solo escucha los tornillos que sin prisa terminan de
cerrar su féretro.
Sus
gritos mentales son superados por el ruido de las cuerdas y el brusco golpe
sobre el fondo de la fosa.
Una
palada sorda y otro silencio cortante, para luego soportar el cadencioso y cada
vez más lejano eco de las porciones de tierra que lo separarán para siempre de
los vivos.
Después,
un silencio profundo que durará unos minutos.
O
unas horas.
Alberto
no puede calcular el tiempo, domina con templanza de yoga su organismo,
tratando de consumir la menor cantidad de oxígeno posible.
El
silencio es tan profundo, tan frío que puede sentir el ruido que hacen sus uñas
al crecer y su barba al romper la piel.
Empieza
a bajar por una rampa oscura interminable y conforme pierde la conciencia va
recordando el diálogo de ayer con su esposa:
—María,
quiero el divorcio.
Un
frío cuchillo sale de los ojos de María, para atravesar las carnes de Alberto.
Lo
ha sentido.
—Como
quieras Alberto, lo esperaba. La fortuna y la fama que has logrado te han
convertido en trofeo de arribistas. Está bien, discutamoslo mañana, pues ahora
tenemos que asistir al evento que coronará tu carrera política. No me opongo,
pero hagámoslo de una manera racional.
Alberto
no cree lo que escucha y por poco se lanza en los brazos de su mujer para
agradecerle. Pero se reprime.
Asisten
a la proclamación como candidato único de su partido y regresan a casa a la
madrugada.
Como
siempre, como cada noche, María le sube su agua de valeriana que le permite
dormir profundamente y despertar alerta a la mañana.
Se
recuesta a su lado dulcemente y solamente le susurra al oído mientras empieza a
dormirse:
—Lo
haremos de la mejor manera, no quiero empañar tu carrera política, si lo que
quieres es que nos separemos, será de una manera que la gente jamás olvidará. A
partir de mañana pasarás a la historia y yo ayudaré a que así lo sea.
Hasta
mañana.
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