viernes, 15 de julio de 2016

ÚLTIMO FAVOR



"A un hombre hay que llorarle tres días...               

al cuarto te pones tacones y ropa nueva."

María Félix. 


Una suave brisa refresca la tarde de Junio mientras en el cielo se encumbra un papalote de mil colores.

La colina verde está salpicada de tumbas blancas rodeadas de flores. Ahora le infieren otro agujero negro al que acuden millares de gusanos como a una feria. 

El fresco olor del pasto recién cortado se mezcla con los aromas de las marcas de París. El roce de los tacos de aguja con el césped está matizado por el de las medias de seda y los carraspeos contenidos.

Las condolencias y el tumulto rodean el féretro, haciendo más notoria su presencia.

María, elegante y discreta, acercándose al ataúd todavía abierto, en voz baja, a través del velo, susurra:

—No te preocupes por lo de ayer Alberto, a pesar de todo, siempre te quisimos y todo lo que hemos hecho por ti ha sido con amor. Solo disculpa el apuro, pero es que tengo otros compromisos.

Alberto que viste un elegante traje negro y su dentadura original, yace inmóvil,  parco, enjuto, con los ojos cerrados.

Al percibir el perfume de su esposa, suplica mentalmente:
“Por lo que más quieras María, no cierres el ataúd”.

Parece no haberle oído, pues con toda parsimonia ayuda a bajar la tapa.

Sumido en la obscuridad, Alberto solo escucha los tornillos que sin prisa terminan de cerrar su féretro.

Sus gritos mentales son superados por el ruido de las cuerdas y el brusco golpe sobre el fondo de la fosa.

Una palada sorda y otro silencio cortante, para luego soportar el cadencioso y cada vez más lejano eco de las porciones de tierra que lo separarán para siempre de los vivos.

Después, un silencio profundo que durará unos minutos.

O unas horas.
Alberto no puede calcular el tiempo, domina con templanza de yoga su organismo, tratando de consumir la menor cantidad de oxígeno posible.

El silencio es tan profundo, tan frío que puede sentir el ruido que hacen sus uñas al crecer y su barba al romper la piel.

Empieza a bajar por una rampa oscura interminable y conforme pierde la conciencia va recordando el diálogo de ayer con su esposa:

—María, quiero el divorcio.

Un frío cuchillo sale de los ojos de María, para atravesar las carnes de Alberto.
Lo ha sentido.

—Como quieras Alberto, lo esperaba. La fortuna y la fama que has logrado te han convertido en trofeo de arribistas. Está bien, discutamoslo mañana, pues ahora tenemos que asistir al evento que coronará tu carrera política. No me opongo, pero hagámoslo de una manera racional.

Alberto no cree lo que escucha y por poco se lanza en los brazos de su mujer para agradecerle. Pero se reprime.

Asisten a la proclamación como candidato único de su partido y regresan a casa a la madrugada.

Como siempre, como cada noche, María le sube su agua de valeriana que le permite dormir profundamente y despertar alerta a la mañana.

Se recuesta a su lado dulcemente y solamente le susurra al oído mientras empieza a dormirse:

—Lo haremos de la mejor manera, no quiero empañar tu carrera política, si lo que quieres es que nos separemos, será de una manera que la gente jamás olvidará. A partir de mañana pasarás a la historia y yo ayudaré a que así lo sea.
Hasta mañana.





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