martes, 12 de julio de 2016

LA VITRINA DEL ANTICUARIO



Cada medio día, cuando Marcelo regresaba de la escuela, caminando con una brújula personal en el subconsciente, se detenía en una vitrina en especial. La vitrina del anticuario.

Siempre había un mundo diferente en esa vitrina. A veces brillaban los rayos solares en los objetos de peltre; otras veces, cuando llovía, se cobijaban las mariposas en los tapices y las alfombras.

Cuando el día era ventoso, los objetos se juntaban alrededor de la plancha de carbón para no ser arrastrados. Pero cuando era cálido y sereno, las muñecas se soltaban el pelo y los manuscritos musicales solfeaban solos.

Nunca veía al anticuario. Es más, no lo conocía. Solamente lo imaginaba como sus objetos: gris, polvoriento, con voz grave y arrugada.

En ocasiones a Marcelo se le ocurría que el anticuario se había quedado dormido, pues la vitrina tenía un aspecto diferente, no sabía si era un día especial de la semana, pero era como si las hadas se hicieran cargo de la decoración.

En esos días todo era lúcido, brillante, pero con un brillo dulce, suave, tierno. 

Eso invitaba a Marcelo permanecer contemplando la vitrina. Se desconectaba del mundo exterior y se sumergía en ese sentimiento vaporoso que brotaba de atrás de los cristales.

Normalmente, el escaparate le robaba una media hora de contemplación, hasta recorrer los libros viejos, las lámparas cansadas y los relojes exhaustos.

Pero los días de hadas le costaban una hora. Dejaba parte de su esencia en cada visita, mientras recorría las flores de organza, los jarrones de porcelana y las botellas de cristal. Especial atención le tomaban los retratos femeninos y los antiguos frascos de perfume. Era como si su cuerpo físico pasara a través de los cristales para instalarse en un medio que para él era el ideal de la fantasía. 

Podría vivir allí. Había algo que lo atraía sobremanera, una presencia que lo llamaba sin sonidos ni gestos pero que le oprimía el corazón.

Pero el hambre es un gran despertador y su estómago le recordaba que era hora de llegar a casa para almorzar con su padre.

Agitando su mano en despedida, se dirigía por la acera que lo conducía a su hogar, mientras pensaba lo mucho que tenía que estudiar, para cuando sea grande, venir a la tienda del anticuario y comprarse una mamá como la que había perdido hace dos años.


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