Cada medio día, cuando
Marcelo regresaba de la escuela, caminando con una brújula personal en el
subconsciente, se detenía en una vitrina en especial. La vitrina del
anticuario.
Siempre había un mundo
diferente en esa vitrina. A veces brillaban los rayos solares en los objetos de
peltre; otras veces, cuando llovía, se cobijaban las mariposas en los tapices y
las alfombras.
Cuando el día era ventoso,
los objetos se juntaban alrededor de la plancha de carbón para no ser
arrastrados. Pero cuando era cálido y sereno, las muñecas se soltaban el pelo y
los manuscritos musicales solfeaban solos.
Nunca veía al anticuario.
Es más, no lo conocía. Solamente lo imaginaba como sus objetos: gris, polvoriento,
con voz grave y arrugada.
En ocasiones a Marcelo se
le ocurría que el anticuario se había quedado dormido, pues la vitrina tenía un
aspecto diferente, no sabía si era un día especial de la semana, pero era como
si las hadas se hicieran cargo de la decoración.
En esos días todo era
lúcido, brillante, pero con un brillo dulce, suave, tierno.
Eso invitaba a
Marcelo permanecer contemplando la vitrina. Se desconectaba del mundo exterior
y se sumergía en ese sentimiento vaporoso que brotaba de atrás de los
cristales.
Normalmente, el escaparate
le robaba una media hora de contemplación, hasta recorrer los libros viejos,
las lámparas cansadas y los relojes exhaustos.
Pero los días de hadas le
costaban una hora. Dejaba parte de su esencia en cada visita, mientras recorría
las flores de organza, los jarrones de porcelana y las botellas de cristal.
Especial atención le tomaban los retratos femeninos y los antiguos frascos de
perfume. Era como si su cuerpo físico pasara a través de los cristales para
instalarse en un medio que para él era el ideal de la fantasía.
Podría vivir
allí. Había algo que lo atraía sobremanera, una presencia que lo llamaba sin
sonidos ni gestos pero que le oprimía el corazón.
Pero el hambre es un gran
despertador y su estómago le recordaba que era hora de llegar a casa para
almorzar con su padre.
Agitando su mano en
despedida, se dirigía por la acera que lo conducía a su hogar, mientras pensaba
lo mucho que tenía que estudiar, para cuando sea grande, venir a la tienda del
anticuario y comprarse una mamá como la que había perdido hace dos años.
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