La
oficina de Estadísticas y Censos del Ministerio de Coordinación Económica de
los Necesitados, se hallaba realizando una encuesta para justificar los nuevos cargos
públicos creados por este gobierno.
Un
día que estaba más solo que la una llegaron dos burócratas a mi casa:
—
¿Hola niño, quién eres?
— Soy
Quinto Almedio, a sus órdenes señor.
— ¿Alguna
persona mayor con la que podamos conversar? Inquirió uno de ellos.
— ¿Nos
podrías decir cómo está conformada tu familia? Preguntó el otro tipo con cara
de analfabeto.
—
Bueno, allá por 1944, casi al terminar la Segunda Guerra Mundial, mi abuelito Sixto
Diez que se había salvado de morir en la revuelta del 28 de Mayo, se casó con
mi abuelita Octavia de Corpus y formaron un hogar feliz: los Diez de Corpus.
Mi
abuelo tenía un infinito amor por su media naranja y mi abuela le correspondía
con todo su máximo común denominador. Vivían en un cuarto, del segundo piso de
un edificio situado en la intersección de 9 de Octubre con 6 de Marzo, es decir
en pleno Parque del Centenario.
De
pocos reales, él tenía que hacer mil números para poder llegar a fin de mes.
Incluso estuvo por ingresar de numerario al Opus Dei para poder subsistir, pero
el diablo le ayudó y casi le hace ganar la lotería: por un número no le pega al
gordo de navidad de 1944.
Cuentan
que mi abuelita era como las mujeres de aquella época: “un conjunto de curvas peligrosas
que ponen recta una parábola”, no como las de ahora que son: “la distancia más
corta entre dos puntos: la cabeza y los pies”.
Un
día, mejor dicho una noche, no sé si del 14 ó 15 de Abril de 1945 mí abuelito que
estaba elevado a la última potencia, había introducido su guarismo entre los
paréntesis de mi abuelita.
A los
siete meses mi abuelita ya parecía un ocho de lo gorda que estaba y le llevaron
a la Clínica de Baldor para sacarle la raíz cuadrada. En el parto, que más parecía de cálculo diferencial
por lo difícil, tuvieron que hacerle una
extracción de raíz, tuvo una hemorragia de fracciones, perdió innumerables
pintas de sangre y casi queda reducida a la mínima expresión.
Como
fue sietemesina, la niña que nació, que fue mi mamá, sólo se pudo llamar Séptima.
Zoila
Séptima Diez de Corpus le pusieron porque a mi abuelo que era manabita le
encantaban los números y los nombres raros.
Le
gustaban tanto los números que el fin de semana se iba a la seis por tres y
regresaba sin poder hacer el cuatro. Claro que mi abuela de dos guantazos le
ponía en sus cinco, pero hasta eso ya eran las seis de la mañana.
Así empezó
una familia muy numerosa; mis abuelos se multiplicaban con mucha facilidad: tuvieron
nueve hijos y cincuenta y ocho nietos. Imaginen
ustedes los numerosos primos que tuve. Unos decían que mi abuelita quedaba
embarazada porque no sabía hacer la cuenta, pero otros opinaban que su regla de
tres le era esquiva.
Como
mi mamá fue la primera de las hijas, mi abuelo cifró en ella todas sus
esperanzas. Estaba convencido de que tenía un altísimo coeficiente mental y según
su cálculo de posibilidades, si se le daban los números, podía llegar a ser
profesora de matemáticas.
Para
incentivarla desde niña le repetían aquella canción infantil de dos y dos son
cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis.
Sus
primeros regalos de Navidad fueron un ábaco occidental, un quipu y un sorobán o
ábaco japonés. El sorobán no le duró mucho tiempo, porque una vecina se lo sustrajo.
Todos
los años, matemáticamente, mi abuela quedaba embarazada, así que cuando mi
madre entró a kínder, ya sabía contar, porque tenía cuatro hermanas y mi abuela
esperaba una niña.
En la
escuela y el colegio fue una estudiante sin par y en un dos por tres ya se
había graduado de bachiller.
Pero
el crecimiento no era solamente cerebral, así mismo sus otros elementos se
habían desarrollado y parecía un teorema de Pitágoras: llena de senos y cosenos
y por lo que me han contado, poseedora de una espectacular hipotenusa.
No
bien había terminado el colegio cuando asomó quien habría de ser mi papá: Parné
Christi un gitano que había llegado en un circo y quien armado con su regla de
cálculo se robó la matriz de mi madre y a la velocidad de la luz la convirtió en
Zoila Séptima Diez de Corpus Christi.
Mi
abuelo perdió la cabeza, porque todas sus esperanzas se vieron frustradas y
enfrentó al villano en un campo que sólo él dominaba: el de las Matemáticas: —
¡Si tú le haces lo más mínimo, yo te hago lo más máximo! —le advirtió y
diciendo esto le estampó una secante que lo dejó in cociente.
Al
caer se fracturó el radio, pero mi abuelo dio media vuelta y se fue por la
tangente.
Mi
madre no volvió a ver al abuelo, sino tres meses después, cuando perdió su
periodicidad y al enterarse que yo iba a nacer se reconciliaron.
Por
suerte para todos, nací yo, el primer nieto varón.
Y
aquí estoy, un polígono radical, que vive entre ecuaciones y diagramas, que le
gustan los conos, que es el denominador común de esta familia, parado en el
vértice de nuestra propiedad, respondiendo ante ustedes par de catetos en una
fracción de segundo y al compás del dos por cuatro, teoremas que por obtusos no
van a entender.
Me
hacen el favor de tomar esa paralela y en línea recta, siguiendo el eje de la
abscisa, sin caminar en círculos ni andar por la tangente, irse a dar mis
saludos a la mamá de Pitágoras.
L.Q.Q.D.
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