domingo, 10 de julio de 2016

NARCISO O JACINTO



 La vista desde el octavo piso del edificio Apolo era maravillosa. A sus pies el río serpenteaba por entre los prados armoniosamente diseñados, salpicados por macizos verdes de coloridas bayas.

El amanecer a esa altura era tranquilo y silencioso.

En el interior del departamento reinaba una olorosa penumbra a incienso y jazmines.

El visillo dejaba traslucir una débil luz mañanera y una sutil brisa hacía intentos para ingresar en puntas de pies.

Afuera el rocío empezaba a evaporarse formando circunvoluciones luminosas alrededor de las aves mañaneras, cuando Jacinto optó por abrir los ojos. Él jamás se despertaba, siempre prefería hacerle el favor a la humanidad de disfrutar del espectáculo que significaba contemplarlo.

El enorme espejo que lo cubría durante el sueño, le devolvió desde el cielo raso la imagen soñada de un hombre perfecto. Una contextura atlética increíble, una cabeza digna de modelar para un escultor de la Grecia clásica, un aroma a jardín floreciente, un estilo insuperable al despertar; y una sonrisa fingida, pero muy blanca que opacaba los primeros rayos del sol.

El espejo de cuerpo entero, atrapó su esplendor en cuanto se hubo puesto de pie. Siempre pensó que el dinero que había recibido de CK por ese comercial de ropa interior estaba más que devengado. Sabía que él era el causante de la epidemia de dolor de cuello que había aparecido en la ciudad. No existía mortal que se cruzase en su camino, que no regresase a verlo.

Incluso él reconocía ese problema cuando tenía que salir de compras y su reflejo en las vitrinas de los almacenes le llamaba tanto la atención que no le quedaba más que regresar a ver para admirarse.

No es que creyera que su belleza física era incomparable. No.

Él sabía que su exterior no era todo lo que sus fanáticos admiraban, era solamente la cubierta, el estuche. Porque quienes lo conocían bien, nunca dejaban de ensalzar sus cualidades: su inteligencia, su modestia, su generosidad, su paciencia, su sentido del humor, sus buenos modales, su confianza, su desparpajo, su chispa, su ingenio y sobre todo su humildad.


Como con el Narciso griego, las jóvenes perdían la cabeza por Jacinto y su engreimiento era semejante al del mito helénico.

Esa imagen admirada por propios y extraños, por hombres y mujeres tenía su costo. Eso significaba mucho trabajo diario en el gimnasio y la bicicleta. Un cuidado meticuloso en la alimentación. Y una selección muy cuidadosa de su vestuario.

Tenía grandes aspiraciones y las conseguiría si seguía con paciencia un programa que se había trazado hace mucho tiempo.

Por lo pronto, antes de convertirse en un dios vernáculo, se aburría trabajando para una empresa de publicidad, donde la mayoría de los clientes venían atraídos por su sex-appeal.

Estudiaba economía en la Universidad más exclusiva pues sus afanes eran llegar algún día a ser Presidente de la República, y para eso tenía que prepararse en todos los campos. Entre sus materias preferidas estaba el quechua, porque no tenía facilidad para el inglés. En cuanto a la futura profesión, estaba convencido que sus cualidades histriónicas y su facilidad de palabra podía suplir cualquier falta de conocimientos. Además –decía- cuando llegas a un cargo de ese nivel, lo que te sobra es dinero para contratar asesores. 

Nadie te pide que demuestres que eres un buen economista mientras eres candidato. Y luego cuando ganas, nadie se atreve a dudar de tus conocimientos. Lo importante ahora es el cartón. El título que deberá anteceder a tu nombre en todas las referencias que los medios de comunicación hagan de tu persona.


Como todas sus compañeras en la universidad se desvivían por verlo en paños menores, tuvo que dedicarse a jugar fútbol. De esa manera él podía mostrarse y las féminas podían disfrutar gratis del espectáculo de admirarlo. Cada oportunidad que tenía de jugar al fútbol lo hacía con un entusiasmo inusitado y si por casualidad conseguía anotar un gol, lo primero que hacía era sacarse la camiseta, para poder brindar a sus fanáticas la ocasión de admirarlo en todo su esplendor. Era tal su entusiasmo, que hasta cuando sus compañeros convertían una anotación, era él el que se sacaba la camiseta. Incluso cuentan que alguna vez lo hizo con un gol de sus rivales, lo que molestó a unos y otros.

Se entusiasmó tanto por el fútbol, que se ilusionaba por jugar en el Real Madrid. Era el club de los narcisos y ahí jugaban dos de sus ídolos.


Pero su futuro estaba en la política, cada sábado acudía a las reuniones convocadas por el Presidente y trataba de que su presencia fuera notoria, pero era difícil competir con el maestro. Ni su llamativo vestuario, ni sus poses fotográficas lograban sacar a la plebe del interés por los ataques presidenciales a los rivales y a los medios. Entonces decidió aprender; y no había sábado, dondequiera que se realicen las reuniones, que él no esté presente. Se hizo amigo de algunos miembros del círculo íntimo del Presidente, aunque otros empezaron a demostrarle unos celos que no podían disimular.

Cómo explicarles, que no era un peligro para ellos, que su interés no era llamar la atención del primer mandatario, si no de aprender de él. Sólo aprendiendo podría superarle.

Se mandó a confeccionar camisas bordadas con diseños indígenas, iguales a las del líder, usaba calzoncillos verdes y llegó a pintarse el pelo del mismo color, hasta que un día, muy sutilmente, la guardia personal del Presidente le insinuó que no era bien visto y que preferían que su ausencia fuera permanente. Antes de desaparecer, un sábado en la mañana, mientras el Presidente se dirigía a la multitud en la plaza de San Francisco se cruzó en la toma de la televisión y a la vista de todo el país en directo, le lanzó un beso.


Tuvo que esconderse para proteger su vida y eso es lo peor que le puede pasar a quien sufre de narcisismo. Ser ignorado provoca la misma reacción química en el cerebro que cuando se sufre una lesión física. Y él no tenía quien le admire, encerrado en su departamento. 

Confundido por la frustración, después de haber permanecido escondido por tres semanas con temor de ser desaparecido, decidió entrar a estudiar cocina. En principio la idea era reemplazar al chef belga que trabaja en la Presidencia, pero al darse cuenta que eso era más difícil que ser secretario privado, desistió. Pero le había cogido el gusto a la cocina, entonces se dedicó a frecuentar los mejores restaurants de la ciudad y ahora escribe una columna gourmet en el suplemento dominical de un periódico local.


Ha envejecido, pero su ego no pasa un día y aprovecha todas las oportunidades que le brinda la vida para asistir a cocteles, inauguraciones, bautizos o lanzamientos de libros, para demostrar toda su sapiencia en música, deportes, comida, lenguas y literatura. 

Solo le falta ser adivino para parecerse a su homónimo griego. Y no queda allí, pues si encuentra una señora interesada en la jardinería, antes de que cante un gallo sabrá explicar la mejor manera de podar un bonsái o injertar un naranjo.

Pero llegará un día en que el castigo de Némesis se cumpla y él termine como Narciso embobado en su propia imagen.

Mientras tanto comprará otro espejo para su colección.




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