CAPITULO 5
Nueva York 11 de Agosto de 2001
Después de una larga celebración del
aniversario de Independencia ecuatoriana, Nueva York amaneció cálido y soleado.
Era sábado y soplaba una fresca brisa mañanera.
Todos dormían en casa, cuando a las ocho de la
mañana Alex salió de su habitación después haber preparado su equipaje para
regresar a Quito. Solo le restaba cumplir la cita que había ofrecido para las
doce del día.
Mientras desayunaba, hacía un recuento de los
últimos años de su vida profesional y el balance general podía ser
satisfactorio.
Tenía 22 años en 1964, cuando consiguió entrar
en la Policía Civil Nacional, en Quito, como aprendiz de pesquisa, que era un
policía de civil que actuaba no siempre apegado a la ley y que hacía labores
que hubieran sido ilegales si las hacía la policía. Había entrado a estudiar
Jurisprudencia en la Universidad Central y empezaba a relacionarse con la vida
política de la capital.
A raíz del triunfo de la revolución cubana, los
Estados Unidos se preocupan por la proliferación de movimientos izquierdistas
en Latinoamérica y empieza una campaña de desprestigio al comunismo, dándole
una imagen terrorífica ante los ojos incrédulos de una sociedad que había
estado acostumbrada a que sus conflictos no sobrepasen el ámbito doméstico.
Es en ese momento histórico (para la CIA, me
imagino) cuando la simpleza de su trabajo se convierte en algo interesante. Es
entonces cuando Álex consigue vislumbrar su futuro. Tiene un rol que cumplir en
el desenvolvimiento político de su país, no importa cuál sea, pero será un
engranaje más en esa maquinaria.
A pesar de su ascendencia indígena, Álex tenía
un “no sé qué” que atraía a las mujeres. El cine, especialmente el mexicano le
permitió copiar ciertos detalles de sus ídolos tanto en el peinado como en el
vestuario, lo que terminó convirtiéndole en una versión indígena de Alberto
Vásquez. Claro que hubiera preferido reemplazar a Christopher Plummer en el papel
de Atahualpa.
Su copete engominado, sus jeans apretados,
mocasines y medias blancas, y su chompa de cuero al hombro, le daban un aire de
rockero juvenil, que disimulaba muy bien su labor de pesquisa husmeador.
Asistía a clases de siete a nueve de la mañana,
se enteraba de las novedades políticas universitarias y a las nueve y media
estaba en las oficinas del SIPE Servicio de Inteligencia de la Policía, en el
Regimiento Quito.
Había tenido suerte, nunca fue herido de
gravedad, nunca se vio envuelto en escándalos: por poco se complica con el caso
Calderón Muñoz, porque el señor “P” que en ese tiempo era asesor del General
Jarrín, le propuso que vaya a Guayaquil y le dé una lección a Calderón, pero
para su suerte el señor Yánez que también era asesor, dijo que prefería que
vaya alguien que conozca el medio y sepa cómo proceder. Los resultados fueron
catastróficos y el resto ya lo sabe todo el mundo.
Igual en el caso de los hermanos Restrepo: esa
semana pidió licencia porque tenía que viajar a Cuenca a cerrar un negocio y ya
vieron cómo acabó.
No podía quejarse, de alguna manera la suerte
le había acompañado. Habían pasado casi cuarenta años e iba a tener una reunión
con un jefe de la CIA en Nueva York.
Se despidió de su primo y su esposa que ya
estaban tomando un bronch y faltando cinco minutos para las doce, caminó hacia
la Tahoe negra que lo estaba esperando.
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