CAPITULO 8
Alex
Sigilo, aprovechó que usaba una camisa de manga corta para pellizcarse un brazo
y cuando le dolió se dio cuenta de que no estaba dormido. Había pasado de
torturar inconformes, artistas protestatarios o presos políticos en el Retén
Sur de Chimbacalle a tener una reunión con el Director Interino del FBI en las
mismas oficinas de los Federales en Nueva York, y lo que era más importante: él
era el protagonista principal de esa reunión.
Aturdido
aún por todo lo que había ocurrido tan rápidamente en esa sala, no se percató
que Johnson lo había sacado del brazo hacia un elevador de servicio y cuando se
dio cuenta ya estaba embarcado en la famosa Chevrolet negra.
En el
camino, Johnson le explicó que el Director Interino había venido a Nueva York
sólo para reunirse con él. Que habían estado buscando la persona apta para
encomendarle esta misión y que casualmente habían recibido de Quito la
información de que un antiguo informante de la CIA, viajaba a los Estados
Unidos.
En el
tiempo que demoró su viaje de Quito a Nueva York, el FBI recabó toda la
información que poseían sobre el trabajo de la CIA en Quito, en tiempo de
Philip Agee. Analizaron los objetivos que se habían logrado, los casos que habían
manejado y en los que había participado el Agente Sigilo y decidieron correr el
riesgo de apostar por él para esta misión.
Estaban
enterados de sus entrenamientos por parte de la CIA, tanto en Quito como en
Nueva York, la experiencia de haber estado seis meses viviendo aquí en los años
sesenta, el poco conocimiento del idioma inglés, pero más que nada su apego al
estilo de vida estadounidense.
Le explicó
que lo que buscaban era alguien extraño totalmente a la Inteligencia
Norteamericana, que no tenga nexos ni con los israelitas ni con los musulmanes
y que pueda trabajar sin levantar sospechas en medio de un caos de información
que existía entre las Agencias de Inteligencia Nacionales e Internacionales.
Que él
tenía órdenes de facilitarle lo que necesite, ya sea una computadora, una
bebida refrescante, un helicóptero o el cadáver del escogido, si esto
facilitaba el trabajo que le encomendaron. Que pondrían a sus órdenes grupos de
técnicos en informática, lucha antiguerrilla, asesores jurídicos o publicistas
e inclusive mujeres de vida licenciosa o curas si lo que se le ocurría a Míster
Sigilo podía solucionar el tremendo problema en que se hallaba inmersa la
primera potencia mundial.
Alex Sigilo
tenía una sensación muy conocida: los síntomas del chuchaqui, ese estado en que
la mitad de las neuronas se ha muerto, un tercio no despierta todavía y el
resto no le obedece. Pensaba que solamente un buen cebiche y una cerveza helada
le iban a sacar de su sopor, pero habían llegado a casa de Wilfrido y el tiempo
apremiaba.
Explicó a
sus parientes que la reunión que había tenido había sido exitosa, pero que por
eso tenía que viajar inmediatamente. Tomó el equipaje que había dejado
preparado en la mañana y con un abrazo de agradecimiento explicó que le
llevaban al aeropuerto en un vehículo oficial para facilitar el viaje.
Cuando
llegaron al Hotel Plaza, solamente la primera impresión le dejó sin aliento. Volvió
a pensar que estaba soñando, pero un ruido en el estómago le recordó que estaba
despierto y que no había probado bocado desde el desayuno. Le entregaron la
llave de su suite en la recepción, y Johnson
le dijo que esperaba su llamada a las ocho de la mañana del siguiente día.
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