En un movimiento
increíblemente ágil y coordinado, en menos de treinta segundos estaba en el interior
de la Chevrolet Tahoe.
—Señor Sigilo, no
tiene de que preocuparse— le dijo en perfecto castellano el grandulón que tenía al frente.
—Solamente nos
interesa informarle que nuestro jefe quiere tener una reunión con usted a la
brevedad posible, díganos cuando puede y nosotros nos encargaremos de lo demás—.
Alex estaba
acostumbrado a manejar situaciones como ésta; además el entrenamiento dado por
la CIA en Ecuador y en los Estados Unidos, le había servido para templar su
espíritu y para analizar los hechos conforme iban sucediendo. Por esto
solamente sonrió al contestar:
—Me encantaría
colaborar con ustedes, pero como saben, acabo de llegar y necesito unos días de
descanso, si su jefe puede esperar, podemos reunirnos el sábado 11 a las doce
del día, estaré esperando por ustedes en la casa que vigilaban mientras dormía —.
Y dicho esto hizo
un ademán para salir del vehículo, y en silencio, quienes lo habían detenido,
abrieron la puerta de la Tahoe y lo dejaron salir, no sin antes cruzarse una
mirada de admiración por la sangre fría del ecuatoriano.
Al salir Alex se
dio cuenta de que en realidad habían sido cuatro vehículos los que los seguían
y que les habían rodeado de tal manera que el Toyota de Wilfrido quedo
escondido en medio de los cuatro.
Cuando hubo ingresado al vehículo de su
primo, advirtió la palidez cadavérica de la pareja que con la boca abierta, los
ojos desencajados y la piel erizada, no alcanzaban a entender lo que había
sucedido.
Cuando lograron
pestañear, los cuatro Tahoe habían desaparecido.
—Era una broma de
un antiguo amigo— comentó Alex, trayendo a la memoria su época de trabajo con
Philip Agee.
Alex no podía
olvidar que sus primeros trabajos importantes los realizó en la época en que
Agee trabajaba en la “Estación” de Quito, como llamaban en la Embajada
Americana al centro de operaciones de la CIA en Ecuador. Bueno, cuando ejecutó
esos trabajos, no sabía que lo hacía para ellos sino que eran encargos del
señor “P”, o el señor “J”.
Sin cruzar
palabra y más de una manera mecánica e impersonal, Wilfrido encaminó el auto
por la Avenida hacia Manhattan, mientras Mariana tratando de recuperar el color
y la respiración, se aclaraba la garganta para poder seguir con la
conversación.
No sabía que
decir. Cuando se dio cuenta de que los
habían interceptado, lo primero que pensó fue: “la Migra”, era su subconsciente
trabajando. Pero luego reaccionó y se acordó de que había mucha gente en las
mismas condiciones que ellos y todos seguían viviendo igual por años.
Ya empezaba a
tranquilizarse, cuando le vino a la memoria comentarios que le había hecho el
Wilfrido sobre el trabajo de Alex en el Ecuador, algunas referencias de
entrenamientos que había recibido en los Estados Unidos y más que nada una
conversación telefónica que había escuchado accidentalmente entre Wilfrido y su
madre, donde comentaban una supuesta relación de Alex con la CIA.
Como no tenía
datos para analizar, ella pensó que eran los de la “Compañía”, quienes detenían
a Alex por una supuesta traición, que se lo iban a llevar y que ese fue el
último momento en que alguien lo vio con vida.
Se extrañó más
aún, cuando vio que Alex regresaba sonreído.
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