LAGRIMAS GENUINAS
Luis Ponce Sevilla
Aurelia cruzó la calle
apresuradamente para evitar el tráfico dominguero. Al llegar al parque pudo
bajar su cabeza un momento sobre unos jazmines.
Vestía una túnica de lino
grueso color arena, que la cubría de la cabeza a los pies, calzaba sandalias de
cuero rústico y el frio la obligaba a caminar con pasos cortos para tratar de
calentar su cuerpo. Era alta, esbelta, debía tener casi treinta años y bajo los
pliegues excesivamente verticales su figura parecía más una estatua de mármol
que un ser humano.
Terminada la contemplación
de los jazmines, reanudó su deslizamiento de pasos rápidos y cortos hacia la
iglesia católica que quedaba en la plaza. Aún no era hora de la misa, ella lo
sabía y aprovechó la ausencia casi total de feligreses a media mañana.
Se dirigió pausadamente a
la pila de bautismos que quedaba en el ala izquierda y que se encontraba en
penumbra. Se acercó e hizo lo mismo que en el parque: bajó su cabeza. Su cuerpo
cubierto totalmente por el manto, permanecía erguido, con la cabeza inclinada y
sus manos juntas en la espalda. Inmóvil permaneció por un par de minutos.
Un leve espasmo muscular y
sonoro terminó con el recogimiento. Un delicado pañuelo secó sus ojos y sin
alzar la vista salió tan apresurada como sus pequeños pasos le permitían.
Volvió al parque y repitió
la operación con unas margaritas, hasta que se vio interrumpida por la cercanía
de un par de ancianos que iban a la iglesia.
Como todos los domingos
caminando muy erguida y con paso apurado se dirigió a la Farmacia de Alberto,
primo de su madre, que la recibía comedidamente sin hacer preguntas. Como todos
los domingos ingresó a la trastienda, se sentó en el banquillo que siempre
estaba en su sitio frente a una mesa, bajó la cabeza y llenó dos palanganas con
lágrimas que caían a chorros de sus ojos.
Al terminar Alberto
llenaba pequeños frasquitos con el líquido, lo etiquetaba como “Lágrimas
genuinas” los ponía en la vitrina y los vendía a los parroquianos que no sabían
llorar.
Tenían una gran demanda,
especialmente entre las damas de sociedad que los compraban para llevar a los
velorios, las adolescentes para cuando tenían que fingir una excusa en la casa
o el colegio, los políticos para sus discursos póstumos por la muerte de cada
patriota de su partido, las esposas para chantajear a sus maridos, las
secretarias para pedir aumento de sueldo y los maridos para evitar que les
pidan el divorcio por andar con la secretaria.
Terminada la operación
Aurelia se dirigía a su casa. Sobre una jarra de cristal que su madre le tenía
preparada, lloraba hasta que sean las once, guardaba la jarra en la
refrigeradora, se cambiaba de ropa y estaba lista para cuando Joaquín la
recogía para ir a almorzar juntos. Su cara resplandecía de alegría y felicidad
y Joaquín estaba convencido de tenía la novia más linda del mundo.
Hasta el próximo domingo a
las diez de la mañana en que Aurelia tenía que repetir su consabido recorrido.
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