viernes, 10 de abril de 2015

LAS TORRES GEMELAS 26




CAPITULO 26

Salió a mediodía de la oficina, tomo un taxi, para evitar en lo posible que sigan su BMW. Según las indicaciones de Jennifer, Williams estaría esperándolo en un Starbucks en Broadway y la 47, cerca de Times Square.

Para cerciorarse de que no le seguían, se bajó dos cuadras antes y entró a una tienda de Kodak, que le permitía tener un amplio margen de observación. Había mucha gente en la calle y le era difícil apreciar a alguien con actitud sospechosa.

Llamó a Williams para indicarle que le esperara en la puerta de la cafetería, que al momento de tener contacto visual con él, salga y sin dirigirle la mirada camine hacia la oficina, él le seguiría.

Fue difícil al comienzo ubicar a Williams, pues se había disfrazado de cura y con el calor del mediodía, era más colorado que de costumbre. Tuvo que pasar junto a él y darle una bendición, para darse cuenta de que estaba más perdido que el hijo de Lindberg.
Antes de que le dé un tirón de orejas, lo siguió, tratando de disimular la mirada fija en la sotana, para no despertar sospechas de sus posibles perseguidores.

Al llegar a la puerta de un edificio alto con fachada de piedra, se le acercó una muchacha de peluca negra, falda roja, cortísima y medias de malla, tenía unos anteojos al estilo de Lolita, y revoleaba una mini cartera en una mano. Sin dejar de masticar la goma que tenía entre los dientes le dijo. — Es día de disfraces, sígueme sin chistar.
Era Jennifer también disfrazada, quien entre simulados arrumacos le guió hasta una segunda planta por las escaleras, mientras el cura se quedaba en la puerta, simulando un sermón con el portero.

Cuando entraron a la oficina, aún estaba tenso por el juego, sudaba por la alteración nerviosa que tenía y soltaba todo el aire que había acumulado en los pulmones.
Con una sonrisa Jennifer extendió su brazo, para en un giro visual, hacerle partícipe de la que sería su segunda oficina.

Nunca dejó de sonreír, pues no había abandonado su papel de pizpireta y sus pestañas postizas le lanzaban flashes eletrocutantes.

Al momento ingresó Williams con una señal de que todo estaba en orden, abrió una botella de Champagne helado y sirvió tres copas.

—Ante todo las buenas costumbres. Acotó.

—Salud por un futuro de éxitos y satisfacciones. Soltó Jennifer sin dejar de pestañear.

Alex Sigilo, se aflojó la corbata y se tumbó en una mullida butaca de piel de ante y contempló el panorama: era la escenografía de una oficina veraniega en alguna playa del Mediterráneo, trasladada a la zona más congestionada de Nueva York.

En realidad, la labor realizada por Jennifer y Williams era digna de encomio, y  así lo dijo, pero Jennifer lo calló, al extenderle las facturas de una amiga decoradora que había hecho un trabajo extraordinario, en un tiempo récord y por lo que estaba cobrando una fortuna.
Eran valores exageradísimos, pero tomando en cuenta que el dinero no era suyo, lo asimiló sin remordimiento de conciencia. 

En un balcón que daba a un jardín interior, Williams había acomodado una mesa y tenía sobre bases de cristal con hielo, tres ensaladas de langosta, que para el hambre que traían eran una bendición. Bueno, lo de bendición era más por el disfraz que usaba. Williams sirvió el champagne y los tres se sentaron a la mesa a degustar el delicado platillo.

Durante el almuerzo Williams le informó que el personal para la otra oficina estaba listo, eran tres personas de absoluta confianza, todos miembros de la Asociación de Mayordomos Ingleses en el Servicio Exterior AMISE, con experiencia en averiguar a su manera las costumbres y secretos de los patronos de sus colegas.

Como comprenderá, ellos tenían, incluido Williams una red de información tan importante como los servicios secretos oficiales.

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