CAPITULO 41
Sábado 7 de Septiembre de
2001
Después del desayuno,
salieron a caminar por Central Park, la mañana era fresca, los ánimos se habían
tranquilizado y la preocupación por los posibles hechos de la siguiente semana
ya estaba compartida.
—Pero, ¿estás seguro de lo
que nos cuentas? ¿Crees que puede pasar? Preguntó Mariana preocupada.
—Bueno, toda la información
que tenemos parece indicar eso. Contestó.
—No creo que alguien esté
dispuesto a sacrificar miles de vidas humanas por un capricho político-económico.
Apuntó Wilfrido.
—Todo lo que te puedas
imaginar se queda corto al comparar con la total falta de humanidad de esta
gente, que juega con la vida de millones de personas, porque no son los miles
que morirán la próxima semana, son los millones que morirán los próximos años
para que cuatro pillos demuestren su capacidad de poder.
Ambos cruzaron sus miradas
al oír la facilidad de expresión que había adquirido y la claridad de las ideas
de Sigilo.
—Si crees que es inevitable,
tratemos de avisar a los que conocemos que vivan o trabajen cerca y que pueden
correr riesgos. Quizás si vamos al Consulado ecuatoriano para advertir a la
gente, ellos nos pueden ayudar. Muchos ecuatorianos deben trabajar en las
Torres. Acotó Wilfrido.
En ese momento, Alex recordó
a Segundo Paute, que tan bien lo había atendido cuando habían ido al Windows of
the World. Tenía que avisarle.
—Tengo que avisarle a
Jennifer, dijo Mariana.
—Sería bueno que lo hagas,
ya que ella que tiene una vida social tan agitada y puede estar cerca ese día,
ojalá no crean que estoy loco. Comentó Alex, para descartar sospechas.
— ¿Por qué no te quedas con
nosotros el fin de semana? Inquirió Wilfrido con aire paternalista.
—De acuerdo, pero con una
condición, me van a permitir que los lleve a pasear hoy día, luego en la noche
podemos ir a casa, pero ahora quiero que me guíen en un recorrido turístico por
la ciudad. Quiero recordarla como es ahora.
—Vamos en mi auto, propuso
Wilfrido.
—No, alquilaremos un
vehículo cómodo con chofer y nadie manejará. Todos los gastos correrán por mi
cuenta y el lunes veremos que nos depara el destino.
Consiguieron una minivan con un conductor neoyorkino, no
que había nacido aquí, porque esos no existen, sino un cubano trasplantado, con
una educación sofisticada y una dicción con mucho son. Tenía mucho sentido del
humor y pronto fueron cuatro turistas buscando sitios raros donde entretenerse.
—Para en la esquina que
quiero un perro caliente.
—No mi hermano, yo te llevo
a comer el mejor hot-dog de Nueva York.
— ¿Por qué no buscamos donde
tomar un mojito?
—Yo conozco donde preparan
los mejores mojitos del mundo.
— ¿Y si fuéramos al Museo de
Arte Moderno?
—Yo conozco donde está el
arte realmente neoyorkino.
Y así. Pasearon, comieron,
bebieron, se tomaron fotos en los sitios más extraños, conocieron a los
artistas desconocidos, compraron ropa usada, sirvieron de modelos a un pintor
haitiano,
Alex se cortó el pelo en una peluquería que tenía más de cien años de
existencia. Mariana se pintó las uñas en el local de unas jamaiquinas y
Wilfrido compró un par de lentes usados a un judío retirado que tenía un puesto
de antigüedades.
A la noche pasearon por
Broadway, Sigilo compró un disfraz del Fantasma de la Ópera y Mariana se dejó
maquillar como personaje de Cats.
Cansados, llegaron a casa a
las once de la noche, cuando la fiesta recién empezaba, pero sus cuerpos no
resistían.
Mañana sería otro día y
quedaban cosas pendientes.
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